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Después de los vladivideos de la era Fujimori, las intimidades de los dos candidatos han creado un reality show político
Fujimori está lejos. En Tokio. Con sus hermanos japoneses, negados por él desde que decidió ser un inca de pura cepa con tal de emprender su carrera imperial. Contó entonces, en 1990, con el asesoramiento, y la habilidad, del superespía Vladimiro Montesinos. Lejos hoy, también. En Marte, tal vez. Con pómulos en falsa escuadra, mentón pulido y nariz en desnivel después de una pulcra cirugía estética; ni su dentista, al parecer, sería capaz de reconocerlo.
Pareja despareja. Encantadora de serpientes. Que legó al Perú los capítulos atrasados de una serie más excitante, o menos aburrida, que El Gran Hermano: los vladivideos. Con impactante realismo, locuaces diálogos y vibrantes desenlaces. Un thriller de hondo contenido dramático, dechado de corrupción y de mentiras.
Por el cual sus protagonistas, hayan sido políticos, jueces, militares, empresarios, periodistas o monaguillos, desearían hoy, en coincidencia con la segunda vuelta de las primeras elecciones en más de una década sin Fujimori en el Palacio de Pizarro y sin Montesinos en el Servicio de Inteligencia Nacional (SIN), que el gobierno de transición de Valentín Paniagua autorice, como el holandés, la píldora del suicidio.
Reverso del viagra después de una campaña durísima, llamada guerra sucia, en la cual la clave del éxito han sido la sinceridad y la honestidad de Alejandro Toledo y de Alan García. O, acaso, cómo evitarlas, perfumando la verdad frente a la posibilidad, o el peligro, de que sus vicios privados empañen, y empeñen, sus virtudes públicas. Supuestos unos y otros.
Como si, en definitiva, el secreto de todo matrimonio feliz fuera perdonarse mutuamente por haberse casado. En la campaña, Toledo, con el sueño en compota por acusaciones de haber consumido drogas y de haber participado en orgías, ha negado ser el padre de una hija extramatrimonial, y García, vapuleado por el prontuario de hiperinflación y de terrorismo en alza que reportó su presidencia, entre 1985 y 1990, ha negado que sus bienes en Francia, en donde transcurrió parte de su exilio, sean más escandalosos que los sobornos de Montesinos.
Enlodado Toledo, también, por un presunto video en el que su mujer, Eliane Karp, antropóloga francobelga, aparecería a fines de los 80 o principios de los 90 en el funeral clandestino de Augusta Latorre, esposa del líder de Sendero Luminoso, Abimael Guzmán, preso en el penal de El Callao, y por no haber podido justificar el destino de un millón de dólares que recibió del magnate George Soros para la campaña.
¿Y García? Bien, gracias: no será el primer ex presidente latinoamericano, ni el último, que tenga una casa en París valuada en idéntica suma, un millón de dólares.
Negar las cosas es más fácil que enterarse de ellas. Sólo han prevalecido, entonces, los piropos: cocainómano y ladrón, respectivamente. Sin reparar en que uno de ellos será presidente.
Por más que, contradictorios al fin, quieran ser una lágrima, de modo de nacer en los ojos (de la gente) y morir en la boca (de urna). Lágrima por el pretérito imperfecto de los 10 años en los cuales política y mafia, o viceversa, han sido casi lo mismo, no por la versión suave del café que, despojada de borra, desabriga ayeres y mañanas.
Razón por la que la indiferencia inicial frente a las elecciones amagó con proclamar presidente a un tal Blanco, heredero natural del voto en blanco. O de censura frente a la certeza de la mayoría de la gente de que sonría, o no, mañana será peor.
Es, más que todo, miedo a perder más aún mientras la crisis y el desempleo agotan pasaportes en consulados extranjeros, y pende, como una guillotina, la amenaza de un virtual rebrote del terrorismo a pesar del final de juego que declararon Fujimori y Montesinos.
Sensación de desencanto corregida y aumentada por el destape al que está expuesto todo candidato del Perú o de donde fuere desde que, como Jim Carey en la película The Truman Show , es filmado de incógnito, día y noche, mientras los televidentes, hasta su mujer, fingen que ignoran la verdad. Seguros de que están viendo la vida corriente de un hombre no corriente.
Que debe enfrentar un espejo impiadoso. Y, a veces, negar su propio rostro. Como Montesinos. O la realidad. Como Bill Clinton después de su aventura con Monica Lewinsky. Con una diferencia en países presidencialistas como los nuestros: las instituciones, débiles de por sí, son más adictas a la píldora holandesa que a la norteamericana en casos de impotencia.
Los peruanos no escapan de las generales, y de las generalas, de la ley: esperan poco de la política y mucho, demasiado tal vez, de los políticos. ¿Qué ven cuando los ven? Abren una ventana indiscreta a través de la cual 100 virtudes, sometidas al reality show , se convierten en defectos. Y, convengamos, cuesta más eliminar un solo defecto que adquirir 100 virtudes.
Sobre todo, frente a la impunidad de aquellos que hicieron del chantaje su fuente de ingresos mientras ejercían cargos públicos. Ergo, pagados por los mismos que, convocados a votar, tienen que decidir entre los defectos de uno o del otro (la cámara de gas o la silla eléctrica, según el periodista peruano Jaime Bayly) en medio de iras, y de sospechas, recíprocas.
Ahondadas, en el caso de Toledo, por la deserción de sus filas de Álvaro Vargas Llosa, el hijo del escritor, brutalmente decepcionado, según sus palabras, por el pago de 10.000 dólares con tal de evitar la difusión de documentos comprometedores vinculados con las drogas.
García, algo así como un ave fénix por haber llegado a la segunda vuelta, procuró explotar ese flanco débil, pero, asimismo, debió evadir las sombras que tendió sobre él Agustín Mantilla, su ex viceministro y ministro del Interior, involucrado en 1989 en una denuncia policial por extracción de 48 kilos de oro del Centro Minero del Perú (Centromín) con la colaboración de otros hombres del gobierno y en un vladivideo en el que embolsa 30.000 dólares de manos de Montesinos.
El resurgimiento de García, o de la Alianza Popular Revolucionaria Americana (APRA), saca de quicio a los operadores de Wall Street. Por más que, sin apartarse del libreto populista, ya no prometa la nacionalización de la banca o el incumplimiento en los pagos de la deuda externa.
Están convencidos algunos de ellos de que la gente padece amnesia colectiva. Y son inmunes a la lágrima en cadena, en especial de los sectores más débiles, por la desigualdad social y económica. Que asocian indefectiblemente con Fujimori, El Gran Hermano. De Montesinos, al menos.
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