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El régimen de Castro, más amigo de la dictadura argentina que de la democracia, se ufanó de una victoria moral
Perdido por perdido, nunca vencido, Fidel Castro removió el avispero: «Eso es lamer la bota de los yanquis», espetó el 2 de febrero por los 39.500 millones de dólares que requería el blindaje financiero. Podrían haber sido 1500 millones menos si hubiera pagado la añosa deuda contraída con la Argentina, pero suele ofenderse cada vez que un emisario del gobierno, o del vil capitalismo, trata de hablar de ella. Nada de eso, entonces: asesorado por expertos sobre las inminentes grietas de la Alianza desde la renuncia de Carlos Chacho Alvarez a la vicepresidencia, sólo pretendía cargar contra las relaciones carnales con los Estados Unidos.
En otro país, el exabrupto de Castro, con tono grave de stalinista dogmático, movimientos ampulosos de showman vocacional y uniforme verde oliva de recién llegado de Bahía de Cochinos, habría desatado réplicas inmediatas de oficialistas y de opositores por igual. Que eso no se dice, que eso no se hace, que eso no se toca. En la Argentina, más propensa al masoquismo que al orgullo, estuvieron a punto de aplaudirlo, por más que, en su caso, haya vivido tres décadas bajo el ala de la Unión Soviética y, después, de China.
Castro lanzó un dardo. Y dio en el blanco: ahondó la crisis en la Alianza. Era su intención, de modo de torcer el brazo de Fernando de la Rúa, más abrumado por la economía doméstica que por el régimen cubano, y de cambiar la condena contra su país en la Comisión de Derechos Humanos de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), aconsejada por el canciller Adalberto Rodríguez Giavarini, por una abstención. En consonancia con México, el Brasil, el Ecuador y el Perú.
El éxito del plan, con el embajador Alejandro González Galiano como fogonero cada vez que empalidecía la llama, habría aminorado, el miércoles, la diferencia en Ginebra. De apenas dos votos: 22 contra 20, y 10 abstenciones. O, quizás, habría derivado en el dilema de una censura más ajustada aún. En la anulación del escrutinio, tal vez.
Pero en coincidencia con la votación, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) emitió su informe anual. El mismo día, casi a la misma hora. Rodríguez Giavarini esperaba, ansioso, el capítulo sobre Cuba. Lo recibió por fax: reflejaba preocupación por el aumento de las violaciones de los derechos civiles y políticos cometidas por el Estado durante 2000 en comparación con 1999 y con 1998. No había motivo para cambiar de posición, aunque siguiera la línea de Carlos Menem y fuera la voluntad de los Estados Unidos. ¿O, acaso, Ricardo Lagos, el primer presidente socialista de Chile desde Salvador Allende, vaciló el año pasado en bajar el pulgar contra Castro?
Con la verborragia de Castro, Napoleón no habría perdido en Waterloo. O habría contado con una aliada más leal que su barba: la amnesia. Sobre todo, de aquellos que padecieron entre 1976 y 1983 los excesos de la dictadura. Capaces de olvidar, o de disculpar, el desliz que cometió en 1980 en Ginebra: desdibujó el drama de los desaparecidos en una resolución con letra norteamericana que pretendía ser puntual. Terminó siendo una condena lavada, y centrifugada, con música de la Unión Soviética, principal importadora de granos de la Argentina.
No era una cuestión ideológica, sino pura preservación del status quo. Personal, en el caso de Castro, con tal de no tenderse a sí mismo una trampa. O, visionario al fin, no verse obligado a suspender en el exterior una gira por hernia de disco, como Pinochet. Después, a diferencia de Pinochet, contribuyó con su respaldo moral a la causa argentina en la guerra de las Malvinas. Actitud que no tuvo con la democracia, salvo que pudiera sacar partido.
En Castro, devoto de los votos y de las botas, había despertado ilusiones, o falsas expectativas, el gobierno de Lagos en Chile. Tantas como De la Rúa, o la Alianza, por la eventual presión que podían ejercer sus amigos de la UCR, como Raúl Alfonsín, y del Frepaso, como Alvarez, después de una década de peleas en público con Menem mientras, en privado, iban y venían vinos, cigarros, Zulemitas y Dieguitos.
Correlato de un acuerdo tácito que rubricó Menem, poco después de asumir la presidencia en 1989, con el difunto Jorge Mas Canosa, líder del exilio cubano y dueño de una enorme fortuna en Miami, a cambio de inversiones en la Argentina, finalmente radicadas en la provincia de Mendoza, y de lobby en Washington. Preludio, a su vez, de un clásico de acusaciones mutuas coronado con el mote de dictador.
Poco ha cambiado, en realidad. No ha cambiado la abstención de México a pesar de la palabra de Vicente Fox, bisagra en la historia después de los 71 años de unicato del Partido Revolucionario Institucional (PRI), de apartarse del esquema de no intervención con tal de impedir que los demás metan las narices en sus asuntos. Ni el titubeo frecuente del Brasil cada vez que se trata de la democracia en otro país, como el Perú de Fujimori, a pesar del empeño de Fernando Henrique Cardoso en regir el destino de la región. Ni la causa común con Castro del presidente de Venezuela, Hugo Chávez, después de haber desafinado O sole mio con Jiang Zemin, en la última parada de su gira por América latina, y con Julio Iglesias.
¿Todo es igual, nada es mejor, después de la décima, o enésima, condena contra Cuba por burlarse de los derechos humanos? Castro, nunca vencido, se ufanó de una victoria moral. ¿Quién va a creer que el jefe del Estado y del gobierno, primer secretario del Partido Comunista y comandante en jefe de las fuerzas armadas reprime a los opositores, juzgándolos como criminales, y vulnera las libertades de expresión, de prensa, de reunión, de asociación y de culto? Son exageraciones, según él. O un complot del Departamento de Estado, de Amnesty International, de Human Rigths Watch, de la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP), del relator especial para la libertad de expresión de las Américas, Santiago Canton, y demás.
Choca ese mojito. Momento, chico. ¿Son exageraciones la subordinación de los tribunales al gobierno, las ejecuciones extrajudiciales, las torturas en prisión, la censura de la prensa y la manipulación de las elecciones para la Asamblea Nacional del Poder Popular? Es el control de todo, y de todos, en un puño. Que, renuente a provocar envidia, al parecer, veda el ingreso de observadores que no sean turistas. «¡Es tan límpida y humana nuestra obra que es imposible negarla!», rubricó el canciller Felipe Pérez Roque. Tan límpida y humana que escapó hasta Alina Fernández, la hija rebelde de Castro.
Algunos países, entre el cielo y la Tierra, decidieron abstenerse en Ginebra. Como Colombia, atada a la ayuda para el plan con el cual procura eliminar el narcotráfico. Como el Ecuador, atado al dólar por haberlo adoptado como moneda nacional. Y como el Perú, atado con alambres después de la era Fujimori.
En algo tiene razón Castro: el embargo comercial, acentuado por las leyes Torricelli, en 1992, y Helms-Burton, en 1996, ha demostrado ser ineficaz. O un capricho de los Estados Unidos. Cuestionado por los mismos norteamericanos, afectados por no poder invertir en donde ganan millones compañías de Canadá y de España. Pero no figuró en forma explítica en la resolución de Ginebra.
Del embargo, como excusa, se ha valido Castro para sobrevivir a 10 presidentes norteamericanos desde Dwight D. Eisenhower y a sus propios errores, u horrores, mientras otra Cuba, tan extrema como él, creaba su réplica en Miami. Corregida y aumentada después de haber sorteado tiburones y hambrunas en un mar de olas y adioses. En el cual flota, desde el 1° de enero de 1959, una red con un mensaje, o una advertencia, en su entramado: si no puedes convencerlos, confúndelos. Intentó arrojarla en la Argentina. Pero se destejió como la Alianza.
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