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O los votantes latinoamericanos están cansados y confundidos, como barrunta Jorge Castañeda, politólogo mexicano. O están desencantados con las políticas neoliberales de los últimos años, como convienen sus colegas James Petras, norteamericano, y Morris Morley, australiano. O, por qué disimularlo, están decididamente aburridos.
Lo demostraron las elecciones recientes de la Argentina, México (las primarias del Partido Revolucionario Institucional) y Uruguay (en especial, la segunda vuelta). Quedará más marcado hoy en las presidenciales de Chile, en donde el síndrome Pinochet está vivo y enterrado, y en el plebiscito del miércoles por medio del cual Hugo Chávez pretende legitimar el comienzo de una era nueva (¿acaso imperial?) en Venezuela.
La apatía no es mala. Debería ser la consecuencia normal de las sucesivas elecciones que hubo en la región desde el final de las dictaduras menos una, Cuba, aunque haya habido gobiernos democráticos, y los hay, con rasgos autoritarios, caso Alberto Fujimori en Perú. Pero existe en forma paralela un notable desgano entre la gente que Castañeda asocia con la falta de respuesta a las expectativas que han generado las reformas de tono neoliberal.
De ahí que en la mayoría de los casos, sea la Argentina, México o Uruguay, el resultado de las elecciones haya sido similar: la gente se inclinó por medidas correctivas de la corrupción, el desempleo, la pobreza, la justicia y la educación, pero, a su vez, no cuestionó el modelo. Es como si hubiera querido rechazar el neoliberalismo con más neoliberalismo. Si quiso rechazarlo, claro.
Donde hubo una alternativa de izquierda, o antimodelo, como sucedió en Uruguay, tuvo que descafeinarse antes del ballotage, de modo de no espantar votos e inversiones. No le alcanzó, por más que el Encuentro Progresista-Frente Amplio de Tabaré Vázquez haya conseguido, en la primera vuelta, la primera minoría en el Congreso. Ganó, finalmente, Jorge Batlle, un liberal.
En la Argentina, el trámite fue más drástico: Fernando de la Rúa, conservador, derrotó en las internas de la Alianza a Graciela Fernández Meijide, identificada con la izquierda. Y en México, Francisco Labastida, considerado el delfín del presidente Ernesto Zedillo desde que decidió romper por primera vez en la historia con el dedazo (designación a dedo de su sucesor) dentro del PRI, en el poder desde 1929, coincidió en un solo punto con su principal adversario en las primarias, Roberto Madrazo: adjudicar al neoliberalismo la presunta responsabilidad de la desigualdad económica y social.
Después de las elecciones, todo cambia, pero, en realidad, nada cambia. Sólo un suicida sería capaz de sacar los pies del plato. ¿A quién se le ocurriría, por ejemplo, reestatizar empresas privadas mientras las recetas del Fondo Monetario están a media cocción? Cambian los estilos, no las políticas. En particular, las económicas.
Tallan en ello algunos signos: debilidad de los partidos políticos (despojados de su identidad en coaliciones como la Alianza en la Argentina o la Concertación en Chile), mayor inversión en las campañas (no se han perdido el mano a mano de los candidatos con la gente, ni los mitines, ni las caravanas, pero la clave está cada vez acentuada en la presencia en la televisión), invasión de asesores extranjeros (no conocen el paño, sino el método), y resultado anticipado por las encuestas con invariable certeza (es como conocer el resultado del partido antes de que empiece).
Sucede también en los Estados Unidos. En vísperas de las elecciones primarias de las que surgirán los candidatos presidenciales demócrata y republicano para noviembre del 2000, la gente ya calificó las campañas de aburridas y demasiado largas, según un estudio de la Escuela de Gobierno Kennedy de la Universidad de Harvard.
Pero América latina, a diferencia de los Estados Unidos, se caracteriza por su excesivo presidencialismo. Un hombre fuerte, o caudillo a secas, como Chávez, o como Fujimori, o como Carlos Menem mientras insistía en ser reelegido por tercera vez, no repara en las leyes con tal de seguir en el poder.
Decían los griegos que los políticos deben tener las manos limpias, pero, también, los ojos limpios. Ver más allá. Vislumbrar que de la monotonía a la indiferencia puede haber poco trecho. El tedio, sin embargo, llegó demasiado pronto a una región desacostumbrada de otra cosa que no sean los comunicados militares.
En la mayoría de los casos, el principio rector es la crítica a la política neoliberal durante la campaña y, una vez en el gobierno, la profundización de la agenda neoliberal. Es un ciclo de ascenso, decadencia y reproducción, según Petras y Morley. Que se ve atesorado por tres oleadas.
La primera oleada, dubitativa, en los 80, después de la transición negociada con las dictaduras, con Raúl Alfonsín en la Argentina, Julio Sanguinetti en Uruguay, José Sarney en Brasil, Miguel de la Madrid en México, y Fernando Belaúnde y Alan García en Perú.
La segunda oleada, a finales de esa década, con un bisturí más filoso en el ajuste y en el libre mercado que dejó como saldo países modernizados, no modernos, y la deuda de la prosperidad prometida por Menem en la Argentina, Luis Lacalle en Uruguay, Fernando Collor en Brasil, Carlos Salinas de Gortari en México, Fujimori en Perú, Carlos Andrés Pérez en Venezuela y Jaime Paz Zamora en Bolivia. En sus campañas atacaron los efectos negativos de las políticas neoliberales (pobreza, estancamiento, fuga de capitales), de modo de tomar distancia de sus antecesores. Distancia que luego acortaron. Hubo más neoliberalismo en un acuerdo tácito con sindicatos en franca decadencia y con congresistas sin poder real (caso patético: el autogolpe de Fujimori en 1992).
La tercera oleada, signada por transiciones traumáticas en las que campea la herencia de corrupción, augura más políticas neoliberales. Está signadas por una creciente demanda social en un mundo que reniega de la globalización, pero que, al mismo tiempo, no puede ni quiere salir de ella.
Dicen que soy (estoy) aburrido no es sólo un slogan de campaña. Nos han privatizado hasta la emoción.
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