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La represalia de Israel contra Hamas, así como el traspié de los Hermanos Musulmanes en Egipto y la aparición del islamismo radical en Irak y Siria, hace trizar la ilusión de una democracia estable en la región
En los albores de 2011, un humilde muchacho tunecino, vendedor de frutas y verduras, le perdió el miedo a la autoridad. Lo pagó con su vida tras rociarse con gasolina e incinerarse en un rapto de ira. La policía le había exigido la baksheesh (propina, traducida en coima). Eso despertó el desdén popular contra la dictadura de Zine al Abidine Ben Alí y, cual gota que desborda el vaso, su estrepitosa caída. Era el comienzo de la Primavera Árabe, diseminada en otros países. En algunos, como Egipto y Libia, propició al igual que en Túnez un cambio de régimen. En Siria desencadenó una guerra civil de desenlace aún incierto.
En el ideario occidental, aquellas protestas laicas y políticas, no religiosas, apuntaban al establecimiento de democracias más o menos firmes, con alternancia en el poder e instituciones capaces de mediar entre el legado oprobioso de las dictaduras y los dictados radicales del islam. Ese mismo año, la ejecución de Osama bin Laden en su madriguera de Pakistán insinuaba que todo iba en esa dirección. En 2014, la furibunda aparición del Estado Islámico de Irak y el Levante, ahora Estado Islámico a secas, divorciado de Al-Qaeda por la crueldad con la cual pretende imponer un califato, hizo trizas la ilusión que había despertado la Primavera Árabe.
Excepto en Túnez y el Kurdistán iraquí, la ola se escurrió en la arena y no recobró el ímpetu de cambio. La mortífera represalia de Israel contra Hamas, organización terrorista legitimada en las urnas, empaña aún más esos ideales. Les apuntan a los cabecillas, pero matan a los civiles. El desprecio por la vida de los palestinos de la Franja de Gaza cuenta con la adhesión silenciosa de varios gobiernos árabes hartos de Hamas. Israel hace el trabajo sucio. En otras latitudes, una movilización contra una dictadura o una monarquía depara represión y, en el mejor de los casos, la sustitución de un régimen despótico por otro similar o peor o, como en Siria, una guerra fratricida.
En Siria, mientras la dictadura de Bashar al Assad libraba combates contra las facciones de Al-Qaeda infiltradas entre los rebeldes, el mundo miraba al costado. Era beneficioso que se mataran los unos a los otros, detestados por todos. El régimen usó armas químicas contra su pueblo, como en su momento el difunto Saddam Hussein en Irak. Entonces, la perezosa comunidad internacional advirtió que era la ilegal y, por fin, decidió amonestar a Assad. La guerra continúa: ha dejado desde marzo de 2011 un tendal de más de 170.000 muertos, un tercio de los cuales eran civiles, según el Observatorio Sirio para los Derechos Humanos, con sede en Londres.
¿Por qué derrapó la Primavera Árabe? En Egipto, Mohamed Morsi, candidato por la Hermandad Musulmana, madrina de Hamas y prima de Irán, ganó con el 51 por ciento de los votos las presidenciales celebradas tras la destitución del faraón Hosni Mubarak, condenado a cadena perpetua por la represión durante las concentraciones en la plaza Tahrir, de El Cairo. El gobierno de Morsi, el primero en ser elegido en forma democrática en más de 5.000 años, duró menos de un año. Lo derrocó el militar Abdul Fatah al Sisi, legitimado a sí mismo en unas elecciones que ganó con el 97 por ciento de los votos (con el ciento por ciento solía ganarlas Saddam).
¿De qué cambio hablamos, entonces? ¿De la vuelta a una dictadura o, como en Siria, del peligro de una guerra? La guerra en Siria despertó los recelos entre sunitas, fuertes en Arabia Saudita, y chiitas, fuertes en Irán. Esa añeja rivalidad, nacida tras la muerte de Mahoma en el año 632, socava toda reforma. Los sauditas, respaldados por Israel, estaban embarcados en boicotear al gobierno de Morsi, aupado por la Hermandad Musulmana. Irán, ahora decisivo para frenar al Estado Islámico en Irak con la venia de los Estados Unidos (sí, de los Estados Unidos), puso sus fichas en reforzar a Assad, acaso menos malo que Al-Qaeda, infiltrado entre los rebeldes sirios.
Se trata, en el fondo, de preservar el statu quo: que continúen los déspotas entre los árabes y que no haya resolución del conflicto palestino frente a una comunidad internacional incapaz de prevenir masacres y de encarrilar crisis de esta magnitud hacia puertos más seguros que la defensa de sus intereses. En 14.000 consultas en 14 países, realizada por el Pew Research Center, la mayoría de los árabes dejó dicho que está más preocupada por la insurgencia islamista que por un cambio de régimen como resultado de la Primavera Árabe. La opinión de la calle siempre vale más que las estrategias de muchos líderes superados por sus frecuentes y puntuales fracasos.
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