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Por primera vez en mucho tiempo, El Salvador tuvo un respiro: el 14 de abril no hubo un solo homicidio. Fue una jornada histórica, según el presidente Mauricio Funes. En tres años de gobierno debió lidiar con un espeluznante promedio de 12 asesinatos diarios que ha llegado a ser de 18 en el primer trimestre de 2012 y que, merced a una tregua bendecida por la Iglesia Católica entre la pandilla Mara Salvatrucha y su rival, la Mara 18, ha bajado a cinco asesinatos diarios desde marzo. El índice de violencia, igualmente, es de los más altos del mundo entre los auscultados por las Naciones Unidas. Se trata de la primera preocupación de los latinoamericanos.
Lo consigna por segundo año consecutivo el informe Latinobarómetro, titulado esta vez La seguridad ciudadana, el problema principal de América latina: “Las tasas de homicidio en algunos países de la región han llegado a situaciones francamente epidémicas –concluye–. De hecho, ya es de público conocimiento que en la actualidad los países centroamericanos registran más muertes que las ocurridas durante las guerras civiles de los ochenta y principios de los noventa, lo cual representa un obstáculo serio para el desarrollo de estos países y un desafío para instituciones relativamente jóvenes como la policía”.
En los noventa era tabú la incorporación de militares a la lucha contra el narcotráfico. A la luz de los 60.000 muertos en México por esa causa desde finales de 2006, ese prejuicio quedó superado. En El Salvador, 8.300 soldados patrullan con la policía en las ciudades riesgosas, las fronteras y las afueras de los penales. Si el presidente de México, Felipe Calderón, se negó a negociar con los criminales por creerlo contraproducente, Funes aceptó; las consecuencias son atroces en ambos casos. La aparición en México de cadáveres mutilados y colgados refleja el grado de violencia al cual está expuesto el ciudadano de a pie, así como en América Central, donde es raro un día sin homicidios.
Por un solo motivo es saludable la anexión de los militares contra el narcotráfico y el crimen organizado: los latinoamericanos no les temen, como antes, a los golpes de Estado. Las dos pandillas más grandes de El Salvador y América Central, la Mara Salvatrucha, o MS13, y la Mara 18, o Calle 18, surgieron en Los Ángeles. Una, organizada por hijos de refugiados de las guerras civiles en los ochenta; la otra, organizada por inmigrantes mexicanos en los setenta. Nacieron enfrentadas entre sí. Resolvían sus diferencias a puño limpio y, después, con reyertas armadas y saqueos de barrios enteros con machetes y pistolas de fabricación casera, denominadas chimbas.
Las maras deben su nombre a las hormigas marabuntas. En los tatuajes de sus miembros figuran números (el 18, dicen, surge de 6+6+6, el número de la bestia) y nombres de guerra como Lucifer, El Gato o El Kadilac. El examen de ingreso consiste en soportar una paliza propinada por veteranos durante 13 o 18 segundos, según la pandilla que sea, en el caso de los varones. Las mujeres eligen entre la golpiza o, en su jerga, el regalo de amor (acostarse con 13 o 18 forajidos).
En América Central, las maras campean en el llamado Triángulo Norte (Honduras, Guatemala y El Salvador), pero, según Latinobarómetro, “el delincuente aislado sigue siendo relevante en los países de menor criminalidad, como Panamá, Nicaragua y Costa Rica”. En la región bajó el índice de pobreza de un 48 a un 32 por ciento entre 1990 y 2008, no la percepción social de la violencia. La pobreza en sí misma no es la causa de la delincuencia: es ínfima la proporción de los que matan para comer. En ello influye la desigualdad en el continente más desigual del planeta, donde reside el nueve por ciento de la población mundial y ocurre el 27 por ciento de las muertes violentas.
La preocupación por ese flagelo oscila entre el 61 por ciento en Venezuela y el 20 por ciento en Perú. En Nicaragua, la República Dominicana y Bolivia, la gente está más inquieta por los problemas económicos, así como en Chile por la educación, en Brasil por la salud y en Paraguay por el desempleo. En manos de los latinoamericanos hay más armas que nunca. Continúan en actividad las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y Sendero Luminoso, en Perú, recibiendo armas y municiones arrojadas con paracaídas desde aviones que parten desde otros países, su primera escala en la región. En ellos queda una parte que es distribuida entre narcotraficantes, pandilleros y delincuentes comunes.
La tasa de homicidios de la región duplica el promedio mundial. En América Central, no curadas las heridas de las guerras civiles, las maras libran su propia guerra, como en México los narcotraficantes después de haberlo hecho en Colombia. En 2003, el ex presidente salvadoreño Francisco Flores logró que la Asamblea Legislativa incluyera en los códigos penal y procesal la palabra mara, propia del argot delictivo. Sólo en ese país, 66 de cada 100.000 personas son víctimas de asesinatos. Razón más que suficiente para que el presidente Funes haya celebrado el primer día sin crímenes en sus tres años de gobierno como una excepción o, acaso, como un milagro.
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