El infierno tan temido




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La sensibilidad social, detonante de los estallidos en varios países, se corta con tijera

Desde comienzos de año teme China un virtual contagio de las revueltas que han estallado en el norte de África. La orden era evitarlo y, para ello, había que desalentar todo tipo de protesta. Estaban avisados los antidisturbios, pero algunas prohibiciones, como difundir videos y fotos por teléfonos móviles y redes sociales, no siempre son acatadas. Hasta los censores tienen un límite en su denigrante labor. La agresión policial a una muchacha embarazada ha aparejado ahora una reacción similar a la que, en Túnez, llevó a un vendedor ambulante de frutas y verduras a prenderse fuego. Su muerte, por las quemaduras, apuró la caída del régimen de Ben Alí.

La muchacha china, Wang Lianmei, de 20 años, dio de bruces contra el piso durante un operativo contra la venta callejera en la ciudad sureña de Zengcheng. La empujó un policía. Pudo ser un incidente grave en su propio enclave. Pasó a ser la chispa que hizo estallar el polvorín en medio del jaleo global desencadenado por la tragedia griega, las acampadas de los indignados españoles y las revueltas árabes.

El atropello enervó a miles de trabajadores que torearon a la policía, apedrearon patrulleros e incendiaron edificios públicos. Brotaron al mismo tiempo las iras contra la desigualdad, la corrupción, los abusos y la carestía de vida, cada vez más usuales en un mundo cuya sensibilidad social se corta con tijera.

En China, a diferencia de lo que ocurre en otras latitudes, la gente reclama justicia sin vislumbrar el final de la dictadura. Reclama justicia por casos puntuales, como el ataque contra la muchacha indefensa de Zengcheng, o por cuestiones específicas, como el empleo, la comida, la vivienda y, en ocasiones, hasta la libertad y la democracia. No sospecha el gobierno central del Partido Comunista que las movilizaciones por los abusos de poder de los gobiernos locales recreen escenarios de conflicto parecidos a los árabes ni huelgas generales como las griegas ni acampadas en las plazas como las españolas.

Tanto los chinos como los árabes, los europeos y los norteamericanos están sufriendo ahora los coletazos de la crisis global de 2008, gestada por una alta dosis de irresponsabilidad e impunidad. Muchos gobiernos, apremiados por las demandas de inclusión social, juzgaron conveniente aplicar políticas de contención en lugar de ser más rigurosos en la lucha contra la corrupción, tejida en sus propios rediles, y concertar con aquellos que se beneficiaron con el quebranto, que siempre los hay, políticas de responsabilidad social corporativa que no se limitaran a meras dádivas como la construcción de una escuelita después de haber hecho diferencia para levantar cien rascacielos.

En Europa, la crisis castigó sin piedad a los partidos en el poder. Tras la derrota del socialismo en Portugal, sólo España, Grecia, Eslovenia y Chipre conservan gobiernos identificados con la izquierda. Los de Alemania, Francia e Italia, de signo opuesto, también perdieron en las elecciones intermedias. ¿Qué significa eso? Es la mejor traducción de una de las consignas de los indignados españoles: que, sean de derecha o de izquierda, los políticos en sí mismos son el problema, no las ideologías que profesan ni los intereses que representan.

Ni en China ni en los países árabes, con sus regímenes totalitarios y monárquicos, confía la gente en sus autoridades. En Grecia, durante la tercera huelga general del año, hubo heridos y detenidos entre los aganaktismeni (indignados). El primer ministro, Yorgos Papandreu, ha insistido en aplicar el draconiano ajuste económico que exigen la Unión Europea y el Fondo Monetario Internacional como requisito para el siguiente tramo del rescate. Es resistido por la oposición y parte del oficialismo. En ese país, a diferencia de Portugal, no hay un pacto nacional para salir del pozo. Eso debilita aún más al gobierno, acosado por los cuatro costados.

La violencia es una señal de impotencia. De ella no se habían valido los indignados españoles hasta ahora, salvo incidentes aislados. En Barcelona, grupos radicales se pasaron de la raya al impedir el ingreso de los diputados en el Parlamento de Cataluña, donde iban a debatir el presupuesto de este año. Los insultaron y los zarandearon como muñecos. El presidente de la Generalitat, Artur Mas, y miembros de su gobierno debieron arribar al hemiciclo en helicóptero. El 15-M, movimiento de los indignados, reivindicó después su carácter pacífico.

Así como una chispa puede hacer estallar un polvorín en un régimen totalitario, la radicalización de un reclamo justo puede amenazar con echarlo todo a perder en una democracia. Por la crisis global de 2008 pagó Bernard Madoff, con una condena a 150 años de cárcel en los Estados Unidos, y casi nadie más. No ha sido el único estafador, sino el más visible. En otras latitudes aún se preguntan quiénes han sido los responsables de este malestar y, después de darle vueltas y vueltas al asunto, terminan dando palos de ciego frente al peor enemigo de la mayoría de los países: el espejo.



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