Bananas




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En la conducta de los gobernantes, así como en la solidez institucional, reside a veces la fortaleza de la democracia

En aquel tiempo, entre susto y golpe, crecía el malestar por las arbitrariedades de Abdalá Bucaram, del Partido Roldosista Ecuatoriano. Su edecán, o ayudante de campo, Lucio Gutiérrez, había desoído la orden de proteger, por la fuerza si era necesario, el Palacio de Carondelet, sede del gobierno. La muchedumbre ganaba la calle en Quito. El presidente, trasladado a Guayaquil para mayor seguridad, iba a ser dejado cesante por el Congreso. ¿La causa? Insólita e inaudita a la vez: incapacidad mental. Una imputación más lapidaria, y menos elegante, que la demencia senil de Augusto Pinochet después de haber purgado 503 noches en las afueras de Londres por violaciones de los derechos humanos.

Era el primer acto de desobediencia de Gutiérrez, de oficio apropiado en el sitio apropiado: militar en una república bananera. A mucha honra, aclaro: Ecuador es el principal exportador mundial de bananas. Mote nacido y depreciado, sin embargo, en el racimo de países de América Central cuyas democracias se han visto en aprietos, después de los años de las mazmorras y las guerras, por escándalos de corrupción en los cuales estuvieron involucrados hasta presidentes.

A comienzos de febrero de 1997, Gutiérrez concluyó que había sido el mejor graduado en varias instancias de su vida: como cadete, como ingeniero civil y como licenciado en educación física, en administración de empresas y en ciencias militares. Esperó, no obstante ello. Y aceptó continuar como edecán, o ayudante de campo, del nuevo presidente, Fabián Alarcón; tenía mandato hasta agosto de 1998. En Venezuela, mientras Colombia se desgarraba en su guerra interna, Perú empezaba a vérselas en chino con Alberto Fujimori y Bolivia dejaba de combatir el capital, asomaba su nariz un tal Hugo Chávez.

Hasta entonces, Gutiérrez no había trascendido las puertas de los cuarteles. Ni hallaba modelo alguno en Chávez, excepto admiración por sus discursos inflamados contra la corrupción y por haberse rebelado contra un gobierno que consideraba infame. Después iba a imitarlo: apoyó el 21 de enero de 2000 las protestas de la Confederación de Nacionalidades Indígenas de Ecuador (Conaie) contra el presidente Jamil Mahuad, enfrascado en su decreto de dolarización de la economía.

Terminó siendo apartado de la carrera militar y condenado a seis meses de prisión. Había pagado el derecho de piso para fundar su propio partido, Sociedad Patriótica. Y había incurrido brevemente en las mieles del poder en un triunvirato formado con el líder quechua Antonio Vargas Guatatuca y el juez disidente Carlos Solórzano, ex presidente de la Corte Suprema; era la Junta de Gobierno de Salvación Nacional.

La asonada contó con el respaldo de oficiales y suboficiales de la Escuela Politécnica del Ejército y de la Academia de Guerra; muchos de ellos habían participado en la guerra del Cenepa contra Perú. No contó con la aprobación del Congreso; la presidencia recayó en el vicepresidente Gustavo Noboa mientras Gutiérrez era sacado de circulación. Lo decisivo había sido, antes como ahora, la posición de los militares.

En las elecciones de 2002, unido a los movimientos indigenistas Conaie y Pachakutik, y al partido populista de Bucaram y al comunista Movimiento Popular Democrático, Gutiérrez derrotó en la segunda vuelta a Álvaro Noboa, magnate de la industria bananera.

La ley prohibía que un militar con prontuario golpista fuera candidato presidencial. Así como la ley no pesaba tampoco pesaban los acuerdos: Gutiérrez, una vez en el gobierno, rompió con sus aliados y pactó con sus adversarios, como el ex presidente León Febres Cordero, del Partido Social Cristiano, la fuerza de mayor presencia en el país; poco después se unió a Álvaro Noboa, su rival electoral.

En Chávez, cedida la base de Manta al Plan Colombia, no confiaba. Ni en él, ni en su ideología: no soy comunista, decía Gutiérrez; soy profundamente cristiano y respeto la propiedad privada y los derechos humanos. ¿Respetaba  la palabra empeñada? En diciembre de 2004, el Congreso destituyó a 27 de los 31 magistrados de la Corte Suprema; los nuevos jueces, presididos por su amigo Guillermo Castro, anularon los cargos contra Bucaram, de quien había sido edecán, o ayudante de campo, y de quien había desoído la orden de proteger, por la fuerza si era necesario, el Palacio de Carondelet.

Terminó siendo apartado de la carrera política y despachado en un avión militar rumbo al exilio en Brasil. Bucaram huyó a Perú; después regresó a Panamá. Detrás de ellos quedaba un presidente no reconocido por la comunidad internacional, Alfredo Palacio. Quedaba una paradoja: otro ahijado de los Estados Unidos era desplazado sin ayuda de George W. Bush; antes había sido Gonzalo Sánchez de Lozada. Quedaba, también, una curiosidad: en 2004, la economía de Ecuador creció un 6,6 por ciento, la inflación fue la más baja en tres décadas y aumentó la inversión extranjera.

Los números no se tradujeron en respaldo político para Gutiérrez ni en mejores condiciones de vida para los ecuatorianos. ¿Qué falló, entonces? La palabra empeñada. La promesa de empleo, salud, educación y vivienda. La contención social, en definitiva, déficit en una región en la cual no han faltado la prudencia fiscal ni las privatizaciones y las reformas aconsejadas en los noventa, sino una respuesta concreta a los reclamos que, al extremo del hartazgo, derivaron tanto en Ecuador (favorecido, además, por los altos precios del petróleo) como en otros países de la franja andina, como Perú y Bolivia, en cataclismos para un sistema comprometido por las sospechas de corrupción y la acumulación de deuda pública.

En su derrotero de la carrera militar a la carrera política, Gutiérrez pasó de Chávez (crítico del neoliberalismo) a Carlos Menem (defensor del capitalismo). La gente no cambió en Ecuador. Como no cambió en toda América latina, marcada por su pretensión europea, su visión norteamericana y su pobreza africana. Tampoco cambió, en algunos casos, la debilidad del sistema, regido por los humores de la calle y de los cuarteles, no por las instituciones, en medio de entuertos regionales (entre caudillos costeños y serranos, por ejemplo) y de diferencias étnicas (planteadas por los movimientos indígenas; en especial, en la franja andina).

Esclavo de sus palabras, Gutiérrez pagó con creces las suyas: en nuestra Constitución hay un artículo en el que el Estado garantiza el derecho de los pueblos a rebelarse contra los gobiernos opresivos, dijo a poco de asumir la presidencia. No dejó resquicio para la negociación. Su alianza con Álvaro Noboa y Bucaram despertó iras mientras se proclamaba dictócrata: dictador para los pelucones (oligarcas) y demócrata para los pobres.

Los pobres del subdesarrollo (maestros, médicos, jubilados y empleados judiciales, clase media en el mundo desarrollado) dejaron de cobrar sus salarios. Y no hubo respuesta a las marchas pacíficas. La caldera entró en ebullición. Su peor error fue ordenar la represión con gases lacrimógenos y balas de goma contra aquellos que tildó de forajidos, mote que terminó ganándose.

El último forajido, pues, sólo halló refugio en la embajada de Brasil en Quito, asediado por la muchedumbre hasta que pudo escapar por la puerta trasera rumbo al exilio. Sesenta de los 62 congresistas habían dictado su remoción por abandono del cargo y por haber violado la Constitución, cual retorno recurrente hacia aquel tiempo en que, entre susto y golpe, crecía el malestar por las arbitrariedades de otro presidente ecuatoriano, ahora socio en la desgracia. O miembro de la misma lista, sólo mejorada en apariencia por la marca de ropa Banana Republic.



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