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En la novela La balsa de piedra, de José Saramago, un tal Joaquim Sassa teme haber provocado la separación de la Península Ibérica del continente europeo. La convierte en una isla, supone, tras arrojar al mar una piedra “pesada, ancha como un disco, irregular” que, a su juicio, no estaba en su lugar. “Como no llevaba bolsillos ni bolsa para guardar sus hallazgos, devolvía al agua los restos muertos cuando tenía las manos llenas, al mar lo que al mar pertenece, la tierra que se quede con la tierra”, se excusa. La grieta se abre en forma espontánea a la altura de los Pirineos, no por su culpa, “convirtiendo ríos en cascadas y avanzando los mares unos kilómetros tierra adentro”.
Desde la isla, aparentemente creada sólo porque el tal Joaquim no tenía dónde poner aquello que encontraba, nada se ve igual que antes. Ni Portugal, ni España, ni Andorra, ni el territorio de Gibraltar son los mismos. El aislamiento dinamita las impresiones del mundo conocido. Todo parece lejano ahora: desde la crisis económica hasta los colectivos de mileuristas y desempleados, de nombres tan categóricos como Juventud sin futuro y Generación en apuros, que protestan en las calles mientras Portugal corre la suerte de Grecia e Irlanda al pedir ayuda externa para afrontar sus deudas y el gobierno de España aplica “dolorosas” medidas para paliar la crisis.
Ajenos a esas circunstancias, como si vivieran en la isla de Saramago, los eurodiputados temen padecer el síndrome de la clase turista o económica, causante de trombosis. Difícilmente hayan tenido otra causa para rechazar una razonable rebaja de sus privilegios, como volar en primera clase, y de sus ingresos, de casi 8000 euros mensuales.
De sus “euroseñorías”, 402 de las 736 votaron contra la enmienda de la Izquierda Unitaria y los Verdes, fogoneada por el eurodiputado izquierdista portugués Miguel Portas, cuyo fin era comprar “billetes de avión en clase económica para los vuelos de duración inferior a cuatro horas”. En consecuencia, Estrasburgo aumenta su presupuesto un 2,3 por ciento mientras los 27 gobiernos de la Unión Europea, afanados en podar el déficit, recortan sueldos y pensiones.
En los Estados Unidos no están mejor las cosas. Barack Obama ha evitado sobre la hora una virtual parálisis de la administración pública: el presupuesto prevé ahora los mayores ahorros en la historia. “Hay casi 14 millones de desempleados, y la perspectiva para muchos de ellos es sombría –concluye The New York Times–. Debido a que hay un solo puesto disponible cada cinco individuos que buscan empleo, cuatro son desafortunados”.
Los eurodiputados perciben 304 euros por día de sesión, 4299 mensuales para gastos corrientes de oficina y 19.709 para salarios del personal administrativo. Hasta 2009, cualquiera de ellos podía volar en clase turista y reclamar el reintegro por el costo de primera clase, así como incurrir en expendios sin necesidad de justificarlos. Cobraban sin complejos los reembolsos y contrataban libremente servicios para cónyuges, amantes y parientes bajo la premisa de defender a toda hora y en todo lugar la causa europea. Hubo una reforma del estatuto del eurodiputado para poner coto a ese tipo de trapacerías contables.
Los privilegios y las altas retribuciones no siempre son un seguro contra la corrupción. Este año, una eurodiputada británica sorprendió a una docena de sus pares al firmar el registro de asistencia sólo para cobrar la dieta antes de irse al aeropuerto sin participar de las actividades de la cámara; de no estar presentes en las votaciones, al menos en los papeles, no perciben la retribución diaria. Otros cuatro eurodiputados aceptaron modificar una directiva comunitaria destinada a proteger a los consumidores siguiendo las peticiones de un falso grupo de presión que iba a pagarles sobornos por 100.000 euros; eran periodistas encubiertos de The Sunday Times, de Londres, que llevaban cámaras ocultas.
Con su resistencia a ceder privilegios, los eurodiputados han dejado en claro que sólo están dispuestos a ajustarse el cinturón en primera clase mientras subestiman los recortes ordenados por los gobiernos. Algunos atribuyeron su actitud a “un error en la gestión del voto” y, finalmente, cambiaron el rechazo por la abstención. No alcanzó para salvarles la ropa, aunque la mayoría de los europeos tampoco demuestre interés por el quehacer de la Eurocámara, elegida por sufragio universal desde 1979.
Portas, el autor de la enmienda que pretendía limitar los viajes en primera clase de sus pares eurodiputados, apareció el viernes en una foto durmiendo como un bebé en un asiento ancho y confortable, raro en clase turista, durante un vuelo –quiso aclarar– a África.
En momentos de optimismo escaso, un flaco favor se hacen a sí mismos aquellos que insisten en vivir aislados de la sociedad, acaso sobre una balsa de piedra. Quizá no hayan notado que, a diferencia del tal Joaquim que no tenía bolsillos ni bolsa, son sospechosos de llevar consigo demasiado peso. Tanto que, a veces, amenaza con hundirlos en un mar encrespado de impunidad propia e impotencia ajena.
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