La última trinchera




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Los gladiadores, sostiene Séneca, “están protegidos por la destreza, pero se quedan indefensos por la ira”. Es la ira, precisamente, el motor de la protesta árabe. No se ha prendido fuego por otro motivo el humilde vendedor de frutas y verduras tunecino Mohamed Bouazizi; su muerte desencadenó la revuelta que aplastó al régimen represivo y corrupto de Zine el Abidine Ben Alí. Tampoco estallaron por otro motivo los egipcios, impotentes como los tunecinos frente a los abusos de las autoridades con sus demandas de baksheesh (propinas traducidas en coimas). Ni tampoco arde por otro motivo Libia, sometida a los caprichos de Muammar Khadafy.

Facilitaron la faena las redes sociales, a menudo bloqueadas por esos regímenes y otros, pero nunca resultaron determinantes por sí mismas. El hijo favorito de Khadafy, Saif el Islam, cargó contra “el enemigo exterior” que, “con el uso de Facebook, se ha unido a la oposición interna para imitar lo que ocurre en los países árabes”. La ira es anterior a Internet, por más que una pareja egipcia haya querido rendirle tributo de un modo bastante peculiar: le puso Facebook a su hija recién nacida. La inocente Facebook Jamal Ibrahim vino al mundo en medio del caos por la caída de Hosni Mubarak; quizá se case con un tal Twitter.

Es anécdota y, en todo caso, tiene que ver con la época. En 1884, el psicólogo francés Gustave Le Bon remata su libro La civilización de los árabes con una definición que no ha perdido vigencia: “Pocas razas se han levantado tanto; pero pocas también han caído a mayor profundidad y ninguna es un ejemplo más sorprendente de la influencia de los factores que dirigen el nacimiento, la grandeza y la decadencia de los imperios”. Poco y nada ha cambiado. En las revueltas no hay líderes, sino rencores contra dictadores y monarcas ególatras con aires imperiales que, más allá de su terquedad, miopía y brutalidad, han descubierto ahora que tienen fechas de caducidad.

Si las filtraciones de WikiLeaks apresuraron el derrumbe del califato montado por Ben Alí, la generación Facebook también aportó lo suyo para tumbarlo, así como a Mubarak y, en principio, a Khadafy.

Las redes sociales cobran notoriedad gracias al temor que crean. Desde el comienzo de las revueltas árabes, el gobierno chino procuró evitar relinchos en su territorio. El activista por la democracia Liu Xiaobo no pudo recoger el premio Nobel de la Paz por estar cumpliendo una condena de 11 años en prisión por espurios cargos de subversión. Google decidió trasladar su buscador en chino a Hong Kong para eludir la censura.

Ese manto de silencio era el pretendido por el presidente de Irán, Mahmoud Ahmadinejad, en 2009, frente a los muchachos de brazaletes verdes que denunciaban fraude en su reelección y que, para reunirse, utilizaban correos electrónicos y mensajes de texto. En Egipto, dos años después, hubo un impensado organizador de las concentraciones en la plaza Tahrir: Wael Ghonim, alias El Shaheed o El Mártir, era ejecutivo de Google; estuvo 12 días detenido.

En 1994, el subcomandante zapatista Marcos se valía de Internet para difundir sus proclamas desde el olvidado sur de México. No hubo desde entonces mejor herramienta para hacer el bien y, por desgracia, el mal. Es la última trinchera. Así como un ciberejército iraní asaltó Twitter con propaganda oficial, hackers coreanos husmearon en archivos secretos de los Estados Unidos antes de que WikiLeaks ventilara sus cables diplomáticos. En los países árabes, familiarizados con las intromisiones de la CIA, ninguna tecnología en particular aupó 55 conatos de golpes de Estado entre marzo de 1949 y diciembre de 1980; casi la mitad resultó exitosa.

En plan de censura, Saddam Hussein llegó a prohibir las máquinas de escribir y las fotocopiadoras. La masacre ordenada ahora por Khadafy responde a la lógica de aquellos que, en su delirio consentido por las grandes potencias, crearon guardias pretorianas para sellar lealtades familiares, étnicas y religiosas que les permitieran expoliar al pueblo. En el enjambre se multiplicaron cuerpos policiales, de inteligencia y de espionaje que se vigilaban los unos a los otros creyendo que cumplían con su labor. En Egipto, los militares se beneficiaban con bienes raíces. No traicionaron a Mubarak cuando se mostraron neutrales frente a las protestas; concluyeron que su ciclo había terminado y que su hijo Gamal no ofrecía nada mejor.

En la antigüedad, César observó entre sus semejantes “el amor a las revoluciones y la facilidad para emprender guerras sin motivo y dejarse abatir por los reveses”. Es de arrogantes evaluar si algunos pueblos, como los árabes y los chinos, son aptos para abrazar la libertad. La duda, políticamente incorrecta, se estrella contra una realidad: los promotores de la democracia en países que no son los suyos no han padecido desde la cuna el yugo de dictaduras con correlatos de censura, tortura, prisión y muerte. En realidad, como sostiene Séneca, “todo el mundo aspira a la vida dichosa, pero nadie sabe en qué consiste”. Tampoco lo saben Facebook ni su posible novio, el tal Twitter.



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