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Algunos gobiernos todavía no han alcanzado a percibir los cambios en el mundo árabe
Superado el primer impacto de las revueltas árabes, una broma comenzó recorrer Europa: si quieres saber qué países serán los siguientes en estallar, fíjate dónde pasan sus vacaciones los ministros franceses. Entre Navidad y Año Nuevo, la ministra de Asuntos Exteriores, Michèle Alliot-Marie; su pareja, el ministro de Relaciones con el Parlamento, Patrick Ollier, y sus padres se desplazaron desde la ciudad de Túnez hasta las playas de Tabarka, en plan de descanso, en el jet del millonario Aziz Miled, socio del cuñado del dictador tunecino. En esos días, el primer ministro, François Fillon, estuvo en Asuán, invitado por el gobierno egipcio.
Tras el derrumbe casi en estéreo de Zine el Abidine Ben Alí y Hosni Mubarak, Nicolas Sarkozy se tomó la cabeza con las manos. Los padres de la ministra Alliot-Marie aprovecharon esos días en Túnez para comprar acciones de un emprendimiento inmobiliario de Miled. La casualidad resulta bochornosa, pero, hasta ese momento, eran aliados inevitables de Occidente ambos regímenes y otros del mundo árabe. Debían respetarlos sin condenar sus tropelías. Era parte del trato, más allá de las denuncias de la sociedad civil sobre violaciones de los derechos humanos y restricciones de las libertades.
Ningún gobierno occidental ni árabe condenó a los regímenes de Túnez y Egipto antes de que sus pueblos se atrevieran a repudiarlos. Hasta Silvio Berlusconi se valió de Mubarak cuando, según él, creía que Karima El Mahroug, alias Ruby Robacorazones, era egipcia, no marroquí, y tenía 24 años, no 17. Estuvo dos semanas en la mansión de Arcore desde el Día de San Valentín de 2010. “Dirás que eres la sobrina de Mubarak”, le propuso el primer ministro italiano, convencido del buen nombre y honor del faraón. Lo alegó para liberarla de un delito menor, por el cual fue a una comisaría, con la excusa de “evitar un incidente diplomático”.
La caída del tío Hosni tomó por sorpresa a todos. No estalló una revolución, sino la paciencia. No había planes; había ira contenida por añejas penurias no atendidas en casa ni entendidas en Occidente. Tras el desplome de Túnez, la segunda pieza del dominó, Egipto, inspiró las protestas que, sin distinción entre dictaduras y monarquías, brotaron en Yemen, Libia, Cisjordania, Marruecos y Argelia, con tendales de muertos y heridos como triste correlato.
Lo mismo ha ocurrido en Bahrein, sede de la V Flota de los Estados Unidos. Su aliado, el rey Hamad bin Eissa Al Khalifa, ha sido enfático contra la expansión de un enemigo común: Irán. Pero Barack Obama no tiene margen para medias tintas. Por el titubeo inicial con la revuelta popular en Egipto perdió la oportunidad de recobrar credibilidad y ganar liderazgo en la región, ahora conflictiva, después de haber subestimado en 2009 la cólera de la oposición iraní contra la reelección de Mahmoud Ahmadinejad.
Sobre el hecho consumado, Obama ha advertido el surgimiento de “una generación joven y vibrante que busca mayores oportunidades” y la necesidad de “estar a la cabeza del cambio”. Es una forma de recuperar terreno e impedir que Ahmadinejad capitalice el final de la era Mubarak en el país árabe más poblado.
En 18 días de protestas murieron 365 civiles. Es un costo demasiado alto, más allá del desenlace, para implantarlo como modelo. “Lo que es verdad para Egipto tiene que ser verdad para Irán”, según Obama. Ni su gobierno ni otro pueden incitar golpes de palacio en otros países. Es irresponsable salvar de ese modo el error de no haber percibido a tiempo que un aliado confiable como Mubarak era un déspota ilustrado, al igual que Ben Alí.
En otro tiempo y lugar, “nadie predijo aquello, pero todo el mundo podía explicarlo después”. Pasó ahora, también: nadie lo presagió, pero todos pueden explicarlo. Los gobiernos occidentales, acaso más concentrados en las filtraciones de WikiLeaks que en los informes de inteligencia, demoraron mucho en apreciar que las protestas provenían de abogados, médicos y otros profesionales, no de fundamentalistas islámicos al servicio de Irán.
Como no había planes, tampoco existen certezas. Es la imaginación al poder. En Egipto, el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas, presidido por el mariscal Mohamed Hussein Tantaui, antes mano derecha de Mubarak, se ha comprometido a democratizar el país. En la transición, plagada de huelgas por la pésima situación económica, mandan los militares. No son las mejores manos; son las únicas capaces de mantener a raya los inevitables desbordes provocados por la ansiedad en rubricar el cambio.
Ni Obama ni sus pares occidentales han encontrado el equilibrio entre lo antiguo y lo nuevo. Sarkozy pudo golpear el escritorio con el puño al enterarse de las vacaciones de la ministra Alliot-Marie y del primer ministro Fillon, pero, a finales de 2010, no hubiera tenido más motivos para impedirlas que abogar por la ética: es políticamente incorrecto aceptar favores de gobiernos extranjeros. Por Egipto paseó él mismo de la mano de Carla Bruni; en sus playas, veraneaba François Mitterrand. Eran otros tiempos: el tío Hosni era íntimo de Berlusconi y todavía no tenía prontuario.
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