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En desventaja frente a Saddam Hussein durante la guerra provocada en 1980 por la invasión de Irak a Irán, el ayatollah Ruhollah Khomeini mandó comprar pequeñas llaves de plástico a Taiwan. Eran amuletos. Los llevaban, colgados del cuello, muchachos de 12 años o poco más que debían avanzar como olas humanas sobre terrenos sembrados de minas y, de ese modo, facilitar el desplazamiento de las tropas iraníes. Los muchachos iban con mantas para evitar que sus cuerpos, despedazados por las detonaciones, volaran por los aires; también caían acribillados. Los cadáveres, envueltos como tamales, trazaban los senderos hacia las filas enemigas. Las llaves, suponían, iban a abrirles las puertas del Paraíso.
En su fuero íntimo, según la estremecedora investigación del politólogo alemán Matthias Küntzel, Khomeini creía que la guerra contra Irak, declarada un año después de la Revolución Islámica, era una “bendición divina”. Le permitió islamizar a Irán, así como usar durante ocho años a la organización de voluntarios Basij Mostazafan (Movilización de los Oprimidos) como vanguardia de la Guardia Revolucionaria. Los soldados pisaban los cadáveres.
Los basiji (movilizados; la letra i significa plural) eran, en su mayoría, adolescentes; sus parientes cobraban indemnizaciones si morían como mártires. Esos muchachos pasaron a ser, después de la guerra, la brigada de elite que, con más armas que amuletos, vela por el cumplimiento de las estrictas leyes religiosas y reprime a las facciones antigubernamentales. En “el poder basij” se recostó, desde 2005, el presidente Mahmoud Ahmadinejad, más conservador y populista que todos sus antecesores desde 1981, incluido el actual líder supremo, Ali Khamenei, presidente hasta 1989. Todos ellos gobernaron durante los dos períodos de cuatro años fijados como tope por la Constitución. ¿Por qué iba a haber una excepción?
El ayatollah Khamenei se apresuró a proclamar la reelección de Ahmadinejad y, tras las protestas multitudinarias en las cuales la generación de iraníes nacida después de la Revolución Islámica de 1979 expresó su frustración tanto por las sospechas de fraude como por los problemas económicos crónicos, dio su veredicto: “Las elecciones se ganan en las urnas, no en la calle”.
Poco margen dejó al descontento, volcado en las urnas contra Ahmadinejad y, pese a la veda de protestas, en la calle contra el presunto fraude, y poco margen dejó al Consejo de Guardianes (órgano legislativo) para revisar las 646 quejas presentadas por el candidato opositor más votado, Mir Hossein Moussavi, primer ministro durante la guerra. Ese cargo, inspirado en la V República Francesa, desapareció tras la muerte de Khomeini, en 1989.
Khamenei, entonces presidente, no se perfilaba como su sucesor. Era un mullah pragmático, tildado de débil, que había discrepado con Khomeini. En su designación influyó más la política que la religión. En las fuentes del “poder basij” abrevaron él y los demás mandatarios, pero ninguno como Ahmadinejad se ufanó de haber estado en sus filas ni creyó conveniente señalar que Irán les debe casi tanto como al petróleo ni ordenó, como ahora, que azuzaran a opositores y periodistas.
En disidencia con esa prédica, los ex presidentes Mohammed Khatami y Akbar Hashemi Rafsanjani auparon la candidatura de Moussavi. Durante su gestión, Khatami impidió que Ahmadinejad, cuando era alcalde de Teherán, participara de las reuniones de la Cámara de Ministros. Los une el rencor, pero, como todos, coinciden en las consignas tributadas a Khamenei tras su sermón electoral: “Alá es grande”, “Muerte a los Estados Unidos” y “Muerte a Israel”. Ese país, bajo amenaza de ser borrado del mapa, dejó de ser llamado “entidad sionista” por Khatami. Sólo cambió la nomenclatura, en realidad.
¿Qué cambió ahora? La ola verde desatada tras las elecciones lejos estuvo de teñir una revolución o de propiciar una apertura, pero sembró una esperanza. Sobre todo, para las mujeres. La presencia de la esposa de Moussavi en los actos políticos asombró a los iraníes.
Moussavi, sin embargo, no rechaza el legado de Khomeini ni el Estado teocrático ni el plan nuclear. En la década del ochenta, como primer ministro, aprobó la compra de centrifugadoras en el mercado negro, según el Organismo Internacional de Energía Atómica. Le quedó grande el mote de “Ghandi de Irán”, regalo de la prensa.
Barack Obama insiste en “el diálogo sin ilusiones”, fórmula que, como su sorprendente saludo a los iraníes por el año nuevo celebrado en marzo y su posterior llamado a la reconciliación de árabes y judíos, recibió como réplica una perorata de Ahmadinejad sobre el Holocausto en el foro sobre racismo y xenofobia de las Naciones Unidas, así como, al estilo norcoreano, la prueba con éxito de un misil de largo alcance y la condena a prisión por espionaje de una periodista norteamericana de origen iraní.
La decisión de Khamenei de convalidar su victoria electoral, más allá de las presuntas irregularidades, turba a Israel. Turba, también, al vecindario árabe, renuente a aceptar el liderazgo persa. Y turba Obama, en plan de obtener concesiones del primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, para resolver el conflicto palestino.
Sólo la nueva generación iraní, capaz de airear su impotencia, tiene la llave de un cambio que no requiera milicias de mártires, sino legiones de hastiados con la “bendición divina” de los que, en nombre de Alá, degradan la condición humana.
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