Estamos prisioneros, carcelero




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En Gran Bretaña, como en los Estados Unidos y en España, Al-Qaeda utilizó la vieja táctica de atacar las caravanas

Como extraterrestres o infiltrados, los terroristas adquieren nuestro aspecto, hablan nuestro idioma y comulgan con nuestros valores. Nada, más allá de su ascendencia y su credo, genera desconfianza en ellos. Nada hasta ese día brutal en que, fieles a sus preceptos, cumplen con la orden para la cual se prepararon durante años. La orden que, una vez ejecutada, expresa el odio adquirido, no innato, hacia los Estados Unidos, sus aliados occidentales y los gobiernos árabes que consideran serviles. Odio implantado, digamos, después de dos o tres generaciones en el país al cual inmigraron sus mayores.

Por obvio y anunciado que haya sido el desenlace después de los atentados en los Estados Unidos y en España, así como en Arabia Saudita y en Marruecos, ni Tony Blair pudo creer en un primer momento que británicos como él, nacidos y criados en el mismo suelo, integrados en sus comunidades, gente común, hayan cometido el mayor atentado contra Londres desde los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial y que, por ello, hayan rendido tributo con el bien más preciado en el mundo occidental, la vida, a una causa extraña, ajena, como la jihad (guerra santa) declarada por Al-Qaeda.

En Madrid, no curada de espanto de la violencia de ETA (País Vasco y Libertad), los terroristas se suicidaron después de los atentados, cercados en un edificio de Leganés; en Londres, no curada de espanto de la violencia del IRA (Ejército Republicano Irlandés), los terroristas se inmolaron in situ, como sus pares palestinos en Israel.

En ambos casos, adiestrada la gente frente a la violencia de un grupo separatista y el otro, la diferencia con los golpes asestados por Al-Qaeda radicó en su fin: la mera matanza (de infieles, en su léxico) sin ánimo de negociar. De ahí, en las dos ciudades, así como en los atentados simultáneos en Nueva York y en Washington, la falta de amenazas previas. De las advertencias usuales, no siempre puntuales, de ETA y del IRA, de modo de imponer tales o cuales demandas.

Al-Qaeda, como ETA y el IRA, rehuye los combates frontales, sabiéndose en inferioridad de condiciones contra ejércitos convencionales, pero, en su campaña de desgaste del enemigo (del mundo occidental en su conjunto, más allá de los hacedores de la guerra contra Irak), ha ido martillando donde quiso que más doliera: los medios de transporte, émulos de las antiguas caravanas, utilizados como armas en los Estados Unidos y como trampas en España y en Gran Bretaña. Armas y trampas mortales.

La guerra contra Irak, usada como excusa en Madrid y en Londres, contribuyó a fundamentar las masacres por la participación de tropas españolas y británicas en ella, pero no fue más que la pantalla de una campaña precipitada por un factor clave: la dispersión del régimen talibán en Afganistán después de los atentados contra las Torres Gemelas.

Desde entonces, Al-Qaeda perdió su base logística (su punto neurálgico de toma de decisiones), razón por la cual su estructura, diseminada por Osama ben Laden en no menos de 60 países antes de 2001, comenzó a operar en forma descentralizada y con gran autonomía de cada una de sus células.

En Londres, llamada Londonistán por haber acogido militantes islámicos perseguidos en Siria, Arabia Saudita, Afganistán y Paquistán, entre otros países, no alcanzó la asignación de las tres cuartas partes de los recursos del MI5, la agencia de seguridad interna, para la lucha contra el terrorismo. Ni alcanzó la seguridad desplegada para la cumbre del G-8 si de abortar la tragedia se trataba: por sorpresa, con fanáticos armados de explosivos, ningún gobierno hubiera sido eficaz.

Después del atentado, Blair y George W. Bush declamaron mano dura (no admitieron error alguno en la fórmula de las guerras preventivas, de modo de disimular flaquezas) y, cual resguardo, profesaron mayores recortes de los derechos ciudadanos. ¿Debemos ser menos libres para no dejar de ser libres?

Si es así, con represalias absurdas contra inmigrantes y periodistas en donde la democracia tanto debe a inmigrantes y periodistas, Al-Qaeda ha logrado su objetivo: infundir pánico, por un lado, y sumar voluntades, por el otro, en el corazón de aquello que detesta y, por ello, procura destruirlo, por más que Gran Bretaña y otros países occidentales hayan sido tolerantes hasta con las prédicas incendiarias en las mezquitas.

La jihad no empezó en 2003 ni en 2001, sino antes, en los noventa, con la causa palestina como reflejo de la lucha del pobre contra el rico (Israel y los Estados Unidos, en particular). La ocupación de un país árabe y las vejaciones cometidas contra prisioneros iraquíes en Abu Ghraib fermentaron la ira y fraguaron una coartada útil, refrendada con el Corán en una mano, la espada (o el Kalashnikov) en la otra y, como fondo, el rostro ceñudo de Ben Laden.

Con la guerra contra Irak, proclamada como un acto de liberación por Blair y Bush, cobró relevancia otro líder de Al-Qaeda, Abu Musab al-Zarqawi, el pulso firme frente a la cámara mientras decapitaba infieles. Esas imágenes, vedadas por precaución en el mundo occidental, mostraron a los musulmanes cuán dura podía ser la condena contra aquellos que osaran trasponer los límites.

La tendenciosa interpretación de los textos sagrados llevó a Al-Qaeda a fijarse como meta la reconstrucción de un pasado mítico, ideal del salafismo, en el cual Mahoma, el enviado de Alá, enfrentaba en inferioridad de condiciones a los paganos de La Meca en pos de la sociedad islámica perfecta. La muerte o la sumisión eran las únicas alternativas de un enemigo que, como el mundo occidental, se presumía poderoso.

En ese contexto, dominado por la devoción ciega y la ceguera ideológica (peor que la biológica), el combatiente, o luchador de la fe, no espera más recompensa que vencer y, de ser necesario, convertirse en mártir. Sus enemigos no son presidentes ni trabajadores, sino infieles. Infieles a secas, más allá de que sean mujeres y niños.

En la mente de los terroristas, extraterrestres o infiltrados en un mundo extraño, ajeno, la indulgencia no existe. Como tampoco existe la celebración de la victoria, sino la exhibición de la debilidad del enemigo hasta doblegar su resistencia. Con sabr (paciencia), por medio de golpes espaciados y calculados, Al-Qaeda y sus fanáticos, diseminados como minas antipersonales entre la multitud, aplican la táctica milenaria del débil contra el fuerte, atacando sus medios de transporte o usándolos como armas. Estamos prisioneros, carcelero: la primera víctima se llama libertad.



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