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La inclusión del principal narco mexicano en la lista de multimillonarios de Forbes incomodó al presidente Felipe Calderón 

CIUDAD DE MÉXICO.– Desde que huyó del penal de alta seguridad de Puente Grande, Jalisco, el 19 de enero de 2001, Joaquín Guzmán Loera, alias «el Chapo», goza de una libertad rayana en la impunidad. En esos tiempos, los primeros del gobierno de Vicente Fox, tras las siete décadas de hegemonía del Partido Revolucionario Institucional (PRI), comenzaron los ajustes de cuentas entre sicarios de los carteles por el control de las rutas del tráfico de la droga. El despliegue del ejército no alcanzó a mitigar la ola de violencia, abonada por la extradición de los capos a los Estados Unidos.

Algo similar ocurrió en Colombia durante el apogeo de los carteles de Cali y Medellín. En 1989, Pablo Escobar Gaviria libró una guerra contra el Estado. Dos décadas después, desmembradas esas organizaciones en otras más pequeñas que mantuvieron sus sociedades con las guerrillas y los paramilitares, «el Chapo» Guzmán, jefe máximo del cartel de Sinaloa, se codea con los multimillonarios de la revista Forbes. Su mera inclusión en una lista tan glamorosa, con un patrimonio estimado en 1000 millones de dólares, irritó al presidente de México, Felipe Calderón.

La tildó de golpe mediático. E insinuó que había sido orquestada por el gobierno de Barack Obama en un momento de especial sensibilidad: en 2008, hubo en México más de 6300 muertos a causa de la llamada guerra contra la droga; en 2009 van más de 1000. Es un momento de especial sensibilidad, también, por los informes suministrados al Capitolio por Dennis Blair, director nacional de Inteligencia de los Estados Unidos: infieren que los carteles «impiden la capacidad de gobernar partes del territorio y construir instituciones democráticas». México quedó de ese modo al borde de ser tachado de Estado fallido.

Con llamativa eficacia, en medio de la efervescencia de Calderón, el ejército detuvo en pocos días a Vicente Zambada Niebla, alias «el Vicentillo», hijo de Ismael Zambada García, «el Mayo», uno de los jefes del cartel de Sinaloa. Lo presentaron como un botín de guerra en la Subprocuraduría Especializada en Delincuencia Organizada, de la ciudad de México. Era el sucesor de uno de los brazos derechos de «el Chapo» Guzmán, Alfredo Beltrán Leyva, alias «el Mochomo», capturado, y tal vez entregado por él, en enero de 2008.

México no es Colombia, pero adoptó un esquema parecido contra el narcotráfico: impedir la oferta por medio de la batalla frontal contra los carteles. «El Chapo» Guzmán, cuyas redes en casi 40 países se extienden hasta la Argentina, ocupó el sitio de Escobar, abatido en 1993 por las fuerzas de seguridad colombianas. En 2006, en Acapulco, rodaron cabezas de policías cercenadas con una sierra; portaban un mensaje aterrador: «Para que aprendan a respetar». Les atribuyeron esos crímenes a Los Zetas, brazo armado del cartel del Golfo, pero detrás de ellos estuvo, al parecer, La Mara Salvatrucha, contratada por el cartel de Sinaloa. Más allá de las diferencias, todos comulgan con el mismo credo: veneran a la Santa Muerte.

Frente a las dudas del gobierno de Obama sobre la eficacia de México en su cruzada contra los carteles, la Secretaría de Seguridad Pública se apresuró a difundir datos escalofriantes: los norteamericanos gastan, en promedio, 178.820.191 dólares diarios en drogas, algo así como 65.000 millones anuales. De ellos se valió Calderón, de escasa simpatía hacia los Estados Unidos como la mayoría de los militantes del Partido Acción Nacional (PAN), para colegir que existe, como en Colombia, una responsabilidad compartida.

En el Plan Colombia, acordado durante el gobierno de Bill Clinton, los Estados Unidos invirtieron 6450 millones de dólares entre 1998 y 2008. En México, con la Iniciativa Mérida, firmada el año pasado, se comprometieron a desembolsar 1400 millones.

En una guerra priman las armas. Las armas, sin embargo, provienen del otro lado. En la frontera, de 3141 kilómetros, hay más de 6000 distribuidores norteamericanos. Son los proveedores de las réplicas de AK-47 que usan los carteles. Los auspicia la Asociación Nacional del Rifle (ANR, por sus siglas en inglés) con sus cabildeos en el Capitolio en defensa de los derechos de posesión y portación de armas que concede la segunda enmienda. Lo legal en un país es ilegal, y pernicioso, en el otro.

Lo advirtió el general retirado Barry McCaffrey, zar de la lucha antidrogas del gobierno de Clinton. Los demócratas, más allá de sus reparos habituales contra las armas, sólo pudieron interponer actas restrictivas para transferencias y ventas entre particulares. Calderón pasó la factura correspondiente.

En Durango, así como en Ciudad Juárez y Tijuana, la gente debe ir prevenida: «Si se encuentra en medio de una balacera, tírese al suelo y cubra su cabeza con ambas manos. Si está en un vehículo, arrójese al piso y proteja a los menores. No salga del automóvil, pues los criminales pueden confundirlo con un rival. Espere a que cesen los disparos y, aunque lleguen las patrullas, salga con las manos en alto para que los agentes tampoco lo confundan. Recuerde que son momentos de tensión para todos».

Son momentos de tensión para todos. Los carteles mexicanos, como antes los colombianos, pretenden poner de rodillas al Estado. En ambos casos, su penetración en el poder público es proporcional a la adhesión a su causa del poder político. En mayo de 2007 asesinaron a José Nemesio Lugo Félix, coordinador del Centro Nacional de Planeación, Análisis e Información para el Combate a la Delincuencia. Después, un sicario mató a Edgar Milán Gómez, la mayor autoridad policial del país. En noviembre de 2008, un avión en el que iba Juan Camilo Mouriño, secretario de Gobernación, se estrelló en circunstancias sospechosas. Y siguieron los crímenes.

En 1909, John Rockefeller se convirtió en el primer billonario del mundo. Transcurrió un siglo. «El Chapo» Guzmán, de 54 años, obligado a cambiar cada día de teléfono celular para no dejar pistas de su paradero, está a la altura de Emilio Azcárraga Jean, fundador de Televisa, y Alfredo Harp Helú, accionista de Banamex. Su presunta fortuna supera en forma holgada el presupuesto anual de la Procuraduría General de la República, encargada de mandarlo de vuelta a la cárcel. Es una de las razones de su impunidad, rayana en la libertad.



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