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El desempleo, la inestabilidad y la inseguridad causan más pavor que el terrorismo
Los primeros brotes de la hecatombe económica mundial coincidieron en diciembre con revueltas en Grecia por la muerte de un adolescente a manos de la policía. Ante la ceguera del Estado, la sordera de los políticos y la mudez de la sociedad, los estudiantes secundarios y universitarios declararon una guerra, durante varios días, contra el gatillo fácil. Declararon una guerra contra la impunidad y la ausencia de futuro, en realidad. De conseguir empleo, muchos ganarán poco. Ese signo de ingratitud se ve agravado por la recesión: en todo el mundo, 50 millones de personas habrán perdido sus empleos a fin de año, según la Organización Internacional del Trabajo (OIT).
La mayoría pertenece a la clase media. Lejos de las protestas contra la globalización, como en Seattle, Davos y otras ciudades, o contra la exclusión de los hijos de los inmigrantes, como en los arrabales de París, los futuros seiscientoseuristas griegos, símiles de los mileuristas españoles, se alzaron contra un Estado incapaz de colmar sus expectativas. Con 600 euros mensuales en Grecia, o 1000 en España, nadie llega a fin de mes.
Esos muchachos de hogares respetables no son los mismos que, en la cuna de la democracia, precipitaron en los setenta la caída de la dictadura de los coroneles. En esos tiempos, el techo propio, el coche mediano y el televisor eran los símbolos de la clase media. En las dos décadas siguientes, pocos amasaron fortunas y muchos perdieron esperanzas, pero más de la mitad de la población mundial progresó. En los noventa aumentó la desigualdad.
Con patrones pretéritos, cada vez más gente se ve en el espejo de la clase media. En 2030, según el Banco Mundial, habrá 1150 millones más en esa franja; en 2000 eran 430 millones. Dos décadas después, el 60 por ciento del producto bruto interno del planeta dependerá de ella. En China, donde el crecimiento de la población será tan inverosímil como en la India, el Partido Comunista teme que la clase media urbana, más capacitada y asertiva que la rural, propicie un cambio político de envergadura.
La crisis es económica, financiera, alimentaria, energética y moral. Desde la Gran Depresión no confluían tantos factores en forma simultánea. En Islandia cayó el gobierno en enero. En Gran Bretaña e Irlanda, los trabajadores extranjeros empezaron a sentirse incómodos. En Italia, por la inseguridad, los soldados salieron a la calle y, merced a un decreto, la policía debe reprimir con mayor dureza los delitos sexuales y la inmigración ilegal, caprichosamente vinculados entre sí, y alentar la formación de patrullas de ciudadanos que denuncien la presencia de sospechosos; en especial, rumanos.
La crisis despertó la xenofobia, dormida durante la bonanza. Europa del Este exportó mucha mano de obra en esos años. Miles comenzaron a perder ahora sus empleos; otros sucumbieron en el pánico a correr esa suerte. Esa mala suerte. Las reacciones provienen de una clase media amplia y expandida que no sólo ve peligrar su nivel de vida y su lugar de residencia, sino, también, su dignidad. En los Estados Unidos, el ingreso de la familia tipo cayó 1175 dólares entre 2000 y 2007, según el Comité de Asuntos Económicos del Senado. Los gastos hogareños engrosaron el saldo de la tarjeta de crédito en un 10 por ciento.
Los juicios burlones de gobernantes de otros países sobre el origen norteamericano de la catástrofe perdieron la gracia. En América latina, el clima económico es el peor en 19 años, según el Instituto Ifo, de Alemania, y la Fundación Getulio Vargas, de Brasil. En China e Indonesia se suceden protestas frente a fábricas que bajan de pronto sus persianas. Multinacionales gigantescas anuncian abruptos recortes de personal frente a un horizonte menos esperanzador que el fin del mundo en la voz de Orson Wells.
La crisis provoca incertidumbre. La incertidumbre crea inestabilidad. La inestabilidad supera al terrorismo entre las amenazas que enfrentan los Estados Unidos, según reveló el director de Inteligencia Nacional de los Estados Unidos, Dennis Blair, ante el Comité de Inteligencia del Senado: “La principal preocupación sobre la seguridad en el futuro próximo es la crisis global y sus implicancias geopolíticas”.
La crisis derrumba mercados bursátiles y, a su vez, daña la reputación de las compañías. Confía menos en ellas y prefiere no comprar sus productos o contratar sus servicios el 75 por ciento de los 4475 interrogados en 20 países por la consultora de comunicación Edelman, cuyo barómetro anual de confianza ausculta el estado de ánimo general. La mayoría duda de la economía de mercado y respalda una mayor intervención del Estado.
El Estado, encarnado en un policía, mató de un balazo en el pecho a Alexandros Grigoropulos, de 15 años, en Grecia. Los reclamos de los estudiantes por la impunidad y la ausencia de futuro desnudaron un déficit tan global como la crisis: la ineficiencia de las autoridades, encaramadas en el Estado, en brindar certidumbre. En la crisis, como en la tragedia griega, el mito se funde con la acción y, en armonía con el coro, asciende al altar de los sacrificios, acaso como la clase media contemporánea.
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