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Pocas veces titubea Madeleine Albright, la secretaria de Estado norteamericana. En la tarde del 15 de agosto de 1997, a eso de las cinco, no tuvo más remedio. En sus mejillas se había acentuado el rubor. No por el verano de Washington, habitualmente impiadoso, ni por exceso de maquillaje. “¿Estamos seguros de que la traducción es la correcta?”, inquirió. La intérprete, conteniendo la risa, asintió.
Jesús Esquivel, mexicano, periodista de la agencia Notimex, le había preguntado al canciller Guido Di Tella si la designación de la Argentina como aliada extra-NATO de los Estados Unidos iba a incrementar las relaciones carnales entre ambos países. “Relaciones carnales”, dijo. La sala de conferencias del Departamento de Estado estalló en carcajadas.
Todos, menos Albright, parecían conocer la frase. “Ahora tenemos formas más técnicas de definir nuestras relaciones”, repuso Di Tella, el autor de la ocurrencia que terminó en marca registrada. A Albright le susurró al oído: “Después le explico”. Ella entendió de qué se trataba y, abanicándose con la mano, concluyó: “Es un día caluroso de agosto”. Aún no había estallado el escándalo Monica Lewinsky, por fortuna.
Las relaciones carnales signan una era. Un giro drástico que empezó en 1989 y que, en principio, reportó al país el título de aliado extra-OTAN cual devolución de gentilezas por haber contribuido con fuerzas de paz en Haití, Bosnia-Herzegovina y otros escenarios en donde hubiera tropas norteamericanas. “Algo hay que darles a los argies (argentinos)”, dijo en aquellos días un funcionario norteamericano que participaba de la idea.
El ingreso sin visa de los argentinos en los Estados Unidos, gestado en la I Cumbre de las Américas, realizada en diciembre de 1994 en Miami, había sido la primera señal de confianza. El título honorífico de aliado extra-OTAN era algo así como un certificado de buena conducta después de un siglo de enfrentamientos.
Las relaciones, sin embargo, no serán tan íntimas desde diciembre. Lo prometen, al menos, los candidatos Fernando de la Rúa y Eduardo Duhalde. ¿Será posible entablar un lazo más maduro, al estilo Brasil? Un cambio de hábitos, en definitiva. La Argentina, por más que haya hecho los deberes en la última década, sigue rindiendo examen. Más aún con un gobierno nuevo.
Sobre la Argentina en general, y sobre Carlos Menem en particular, pesaba hace 10 años el síndrome de la desconfianza. El país de Braden o Perón, neutral en los dos conflictos mundiales, era imprevisible. Más desaliñado que no alineado. Dudoso. Capaz de declarar en 1982 una guerra contra Gran Bretaña sin tener en cuenta que Margaret Thatcher y Ronald Reagan, siempre socios, estaban negociando el emplazamiento de misiles de alcance intermedio en Europa; un error que pagó carísimo. O capaz de zigzaguear en foros internacionales con tal de llevarle la contra a Occidente, ciego en su egolatría, convencido de la contradicción como estrategia, seguro hasta la hiperinflación de 1989 de que el granero del planeta jamás iba a agotarse.
Pero se agotó. O lo agotaron. Y Menem, un tío patilludo que defendía a Muammar Khadafy y amenazaba con la ruptura de las relaciones con los Estados Unidos, no ofrecía garantías de cambio. En Washington hasta sospechaban que era antisemita. Que el gobierno de Raúl Alfonsín, con el que no habían hecho buenas migas, iba a derivar en el retorno del peronismo más rancio. Que iban a volver el nacionalismo y el populismo.
Es decir, un caudillo folklórico iba a alimentar a los sindicatos a costa de las compañías extranjeras e iba a profundizar el aislamiento. Hasta ese momento, algunos de los peronistas que venderían las joyas de la abuela habían rechazado las privatizaciones. La Argentina, renuente a firmar el Tratado de No Cooperación Nuclear, estaba embarcada en el desarrollo del misil balístico Cóndor II que, finalmente, desactivó. Era poco fiable.
Pero el país había tocado fondo. Surgió la necesidad primero, la convicción después, de acomodarse en un mundo que comenzó a perfilarse unipolar con la caída del muro de Berlín, el derrumbe de la Unión Soviética y el final de la Guerra Fría. La evaporación de la moneda nacional, en 1989, provocó la abrupta metamorfosis.
La era Menem coincidió en sus orígenes con circunstancias nuevas, azarosas. Un mundo distinto del que la Argentina, curiosamente, no era el ombligo. Debía enrolarse en el club de los ricos como un socio pobre o insistir en el club de los pobres como un socio que se creía rico, pero que, en realidad, no podía pagar las cuotas.
La política exterior tuvo una base: la alianza en inferioridad de condiciones con los Estados Unidos mientras el país recomponía vínculos con vecinos a los que había soslayado o contrariado. El nuevo esquema, relaciones carnales según el Gobierno, alineamiento automático según la oposición, ha servido de virtual contrapeso en el trato con Brasil, socio mayoritario del Mercosur.
Con Chile, del otro lado del mapa, arregló sus diferencias después de estar al borde de la guerra. En 1982, Pinochet no respaldó a Thatcher sólo por oportunismo y fobia a los argentinos, sino por la amenaza de Galtieri de recuperar algo más que las Malvinas.
Las relaciones internacionales llevan el nombre de los países, pero dependen cada vez más del contacto entre los presidentes. De la llamada química. Menem, más íntimo con George Bush que con Bill Clinton, actuó como un converso, como un fumador que renuncia al hábito. Pasó de un extremo al otro. De la patilla hirsuta al peinado impecable. De la dualidad frecuente a la palabra empeñada. De Braden o Perón a Todman y Cheek.
No tenía alternativa. El broche es Malvinas. Gran Bretaña, socio rico del club de los ricos, puede desoír los reclamos por la discusión de la soberanía del Comité de Descolonización de las Naciones Unidas. Y puede autorizar, por el costo de mantenimiento de la base militar (100 millones de dólares anuales) y la suspensión de vuelos desde Chile, el ingreso de argentinos por primera vez desde la guerra. Con pasaporte, lo cual significa lo mismo, para nosotros, que ir a Europa.
Voces diplomáticas argentinas sugieren que en estas condiciones conviene sentarse y esperar (sit and wait, en el léxico norteamericano). Es la fórmula que aplican frente a un universo nuevo, con más énfasis en los derechos humanos y menos respeto a las soberanías nacionales. Con euro versus dólar. Con áreas de libre comercio en ciernes, ya sea de Alaska a Ushuaia o de Europa a La Quiaca.
Son los desafíos del próximo gobierno. El país de la última década, noveno contribuyente de tropas, observadores, policías y médicos en más de veinte operaciones internacionales, revirtió el aislamiento, eliminó la desconfianza y solucionó controversias. Fraguó una nueva identidad. Nada más odioso que el nombre de su asociación lícita: relaciones carnales. Odioso el nombre que ruborizó a Albright; inevitable el rumbo.
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