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Pese a que el plan fue aprobado por Sharon y el Parlamento, la renuncia de Netanyahu agregó la inevitable cuota política del proceso
En 1993, Israel acordó la retirada de la Franja de Gaza y de Cisjordania, de modo de facilitar el diálogo con Palestina. Después, Yitzhak Rabin no se animó: quiso evitar un enfrentamiento con los colonos judíos. En ese año, curiosamente, aumentaron tanto la construcción como la inmigración en los territorios ocupados durante la guerra de 1967, por más que representaran un índice ínfimo en el enjambre palestino. Tenían más valor emotivo, y político, que realista (sobre todo, por el gasto militar que demandaban), pero no dejaban de ser un as en la baraja de las inminentes negociaciones.
Eran los días del proceso de paz de Oslo y eran, también, las vísperas del histórico apretón de manos entre Rabin y Yasser Arafat frente a Bill Clinton, juez y parte en el conflicto. La división, llamada desconexión por Ariel Sharon, malograba el anhelo israelí de tener un país más grande, pero facilitaba la creación de un Estado limítrofe, Palestina, que prometía mitigar el rechazo de los árabes en general a la mera existencia de otro Estado, Israel.
Oslo murió como Rabin: asesinado. A raíz de la violencia emprendida por unos y respondida por los otros, el Estado palestino siempre estuvo más cerca de la agonía que del nacimiento. Concluida la era Arafat con su muerte, George W. Bush, sucesor de Clinton, procuró respaldar al presidente de la Autoridad Nacional Palestina (ANP), Mahmud Abbas, como garantía de supervivencia de un renovado intento de salvar algo del espíritu de Oslo: la Hoja de Ruta, obra del Cuartero (los Estados Unidos, la Unión Europea, las Naciones Unidas y Rusia).
En sus orígenes, la desconexión, también llamada repliegue, deparaba, en términos formales, el rédito de una mayor confianza y de una mayor seguridad en ambos lados de la frontera. Confianza y seguridad estropeadas, siete años después, por la segunda intifada (sublevación palestina), así como por los vaivenes políticos.
En ese tiempo, Israel advirtió que la fuerza militar no era la solución frente a los radicales palestinos y los radicales palestinos, validada su causa por Osama ben Laden después de la voladura de las Torres Gemelas, advirtieron que el terrorismo era la solución frente a un enemigo poderoso. En ese círculo, tarde o temprano, la división, la desconexión o el repliegue iba a ser inevitable.
En el proceso, signado por esperanzas y frustraciones, hubo rencores mutuos, deudas impagas y papeles invertidos. Cada uno se arrogó la posición de víctima del otro. Y, en algunos casos, asumió errores. De un lado, con una democracia consolidada como eje de un Estado soberano (Israel); del otro, con una coalición en pugna como base de un poder piramidal (la ANP, huérfana de Arafat) en el cual influyeron desde los métodos de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) hasta la apariencia de una democracia en ciernes.
Diez años después de Oslo, la desconexión presentada en 2003 por Sharon pudo haber sentado un precedente de buena voluntad frente al Cuartero, en especial frente a Bush, como paliativo de los atentados frecuentes en su territorio, pero desató las iras de los representantes de los 8000 colonos radicados en 21 asentamientos que, en su momento, recibieron incentivos estatales para echar raíces en ellos. Raíces estratégicas; eran un as en la baraja de las negociaciones.
A menos de una semana de la desconexión, la sonora renuncia del ex primer ministro Benjamin Netanyahu a su cargo de ministro de Finanzas agitó las aguas más revueltas del proceso: las políticas. Y el Likud, al cual también pertenece Sharon, supeditó intereses de mediano plazo (la presidencia del partido) ante otros de mayor aliento (la búsqueda de la seguridad).
Entre ambas posiciones, desconectadas entre sí, el argumento de Netanyahu, derrotado en las elecciones de 1999 por Ehud Barak, laborista como Rabin y Peres, no fue descabellado: el plan de desconexión no asegura la moneda de cambio más preciada, la seguridad. ¿Qué asegura la seguridad en medio de tanta inseguridad en el mundo todo?
El ala derecha del Likud, en el cual hubo un referéndum interno que rechazó el plan, se replegó en defensa de los colonos, reacios a aprobar la fórmula de Sharon. Los ultranacionalistas judíos, a su vez, no vacilaron en tildarla de afrenta contra las reivindicaciones bíblicas. Y hubo conmoción. O, en todo caso, desconexión.
Pero la ley es la ley, según el Talmud. Y la ley, rubricada en diciembre de 2003 por Sharon, aprobada en octubre de 2004 por el Knesset y aceptada después por el Tribunal Supremo, no dejó resquicio para apelaciones, por más que, según el presidente de Israel, Moshe Katsav, también miembro del Likud, se trate de una decisión tan dolorosa que ha puesto a judíos contra judíos.
Tanto en Israel como en Palestina, la decisión de Sharon (apodado La Excavadora por sus compatriotas) tuvo un fuerte impacto. ¿Qué impacto tuvo en la región? En medio de una guerra inconclusa en Irak, con cambios profundos en Irán, el Líbano, Siria, Egipto (frontera con Gaza) y Arabia Saudita inspirados muchos de ellos en el Greater Middle East Plan (Plan para el Gran Oriente Medio) de Bush, la mirada apuntó al ombligo y Abbas, en cierto modo, debió tomar las riendas del destino de los palestinos.
¿Podrá sujetarlas? Desde su creación en 1948, el Estado de Israel ha sido la mejor excusa de los peores gobiernos árabes. Sin un enemigo potencial, no había razón para permitir regímenes autoritarios, monarquías ampulosas y grupos radicales como Hamas o la Jihad Islámica.
Si se hubiera tratado de un adversario débil, paria en la comunidad internacional, tampoco habría habido razón para promover, a veces, o ignorar, otras veces, los ataques contra su población y, como réplica, los asesinatos selectivos. A ninguno de ellos hubiera servido un Estado que, cual astilla en la planta del pie, no fuera una amenaza permanente, de modo de justificar presupuestos militares excesivos, poblaciones pobres y libertades restringidas.
Con su decisión, Sharon ha procurado mostrar una sola cara del proceso: que Israel quiere la paz. Ese mensaje, transmitido en pocos kilómetros a la redonda, cobró otra dimensión: que Israel quiere la paz doblegado por el terrorismo y que, en realidad, los atentados persistentes han sido beneficiosos.
Si fuera así, Netanyahu no dio un paso en falso. Obró como nacionalista, pero razonó como palestino. Y, en una instancia decisiva, se ganó el favor del Likud y de la cúpula militar en su férrea discrepancia con Arafat y los suyos, nunca capaces de repudiar la violencia como táctica. Lo cual confirmaría la regla: desde Oslo, y aún antes, la seguridad pretendida por Israel estuvo atada, más que todo, a la desconexión política. Propia y ajena.
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