Pasado de revoluciones

Detrás de la revuelta de Kirguizistán asoma, otra vez, la pulseada entre EE.UU., Rusia y China por el control regional




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Estaba persuadido. Iba a mirarse en un espejo incómodo: los ojos de Vladimir Putin. Y se vio a sí mismo, cuestionado por la caza de terroristas más allá de sus fronteras y por el afán de controlar medios de comunicación dentro de ellas (el afán, o la tentación, de todo presidente, sea democrático o no). Eran tal para cual, impedidos de críticas mutuas por las políticas que  emprendieron en sus respectivos dominios, más allá de sus usanzas y de sus modales. Con su par ruso, sin embargo, George W. Bush debía ser cauto: codo a codo con la Unión Europea, los norteamericanos habían tallado en la crisis de Ucrania a favor de Viktor Yuschenko, blanco de un intento de envenenamiento en el que estuvo involucrada la policía secreta para favorecer al candidato del Kremlin, Viktor Yanukovich. Una burda maniobra.

En la reunión que mantuvieron Putin y Bush en Bratislava, Eslovaquia, había mar de fondo, pues. Mar de fondo que iba a agitarse poco después, como las olas de un tsunami, con la revuelta desatada en Kirguizistán, otra ex república soviética sometida a los rigores de una ruptura dramática con el régimen anterior, caro a los intereses, o las nostalgias, del Kremlin.

La secuencia no varió: hubo elecciones, fraude, reacción y cambio, como en la revolución de las rosas de Georgia, en 2003, y en la revolución naranja de Ucrania, en 2004; hubo, también, un presidente en retirada, rumbo a Moscú, y un parlamento paralelo en espera de ser legitimado. Más por Bruselas que por Washington, en principio. Sobre todo, por la cercanía territorial en momentos en los cuales Rusia, después de cuatro siglos, comienza a desandar el camino hacia las dimensiones previas a Pedro el Grande.

En su derrotero por Europa, el primero de su segundo período presidencial, Bush había mitigado mareas con Jacques Chirac y Gerhard Schröder, el dúo reacio a participar de la guerra contra Irak. Les había pedido con éxito que no levantaran el embargo a las exportaciones de armas a China mientras el Congreso Popular Nacional de ese país aprobaba una ley que autorizaba el uso de medios no pacíficos (eufemismo barato de uso de la fuerza) para prevenir la independencia de Taiwan.

China y Rusia han sido, desde el desmembramiento de la Unión Soviética, un solo corazón. Han latido en conjunto y, en las Naciones Unidas, han votado en conjunto, al margen de algunas desconfianzas recíprocas. Poca gracia les causa, más que todo a Putin, que revoluciones en cadena, o encadenadas puntualmente año tras daño, hayan cercenado su poder en espacios considerados propios, como Georgia, Ucrania y Kirguizistán (ricos en recursos energéticos, caros a Bush). Espacios encomendados a hombres supuestamente leales, protegidos por Moscú, convertidos en disidentes después de haber formado parte de los gobiernos caídos: MikhailSaakashvili en Tiflis, Yuschenko en Kiev y KurmanbekBakiyev en Bishkek.

En los tres casos hubo una transición del hermetismo soviético a la prohibición lisa y llana todo vestigio comunista. En los tres casos hubo fraude en elecciones celebradas en medio de profundos disgustos con los gobiernos salientes. En los tres casos hubo, en el ínterin, purgas, prisiones y crímenes. En los tres casos hubo intromisiones, traducidas en respaldos económicos a los movimientos opositores. En los tres casos hubo más dólares que euros por medio de los institutos que obran como brazos internacionales de los partidos Republicano y Demócrata en los Estados Unidos.

En los tres casos, los observadores de la Comunidad de Estados Independientes (CEI), integrada desde 1991 por Rusia y otros 11 países postsoviéticos, bendijeron los resultados de las elecciones, barridos después por las revoluciones. En los tres casos, Putin debió admitir que el órgano no era un club de ex naciones sometidas al mismo yugo, sino, por su notable incapacidad para prevenir conflictos o mediar en ellos, algo así como la instancia del divorcio civilizado de los viejos patrones.

En Kirguizistán, en donde los norteamericanos instalaron una base militar desde la guerra de Afganistán y obligaron a los rusos a desplazar sus tropas, no persistía la mano de hierro: AskarAkayev, físico y académico antes de ser presidente desde 1991, había implantado un gobierno de corte liberal que se diferenciaba de las dictaduras de Uzbekistán, Kazajistán, Tayikistán o Turkmenistán. El desenlace de la crisis, empero, terminó siendo un reflejo del país en sí, arruinado por su geografía (sólo un siete por ciento de sus 198.000 kilómetros cuadrados es cultivable) y por su pobreza; la calma sobrevino a los saqueos.

En su momento, los Estados Unidos apoyaron a Akayev: creyeron que era el Thomas Jefferson de Asia Central. Cometieron un error. Lo notaron cuando Roza Atunbayeva, ex embajadora de Kirguizistán en Washington y en Londres, quiso inscribirse en las elecciones. Anularon su candidatura en virtud de otra: Bermet Akayev, hija del presidente. Ya pesaban sobre su gobierno sospechas de corrupción, nepotismo, persecuciones y represiones.

En vísperas de las elecciones, miles de kirguizos de diferentes regiones comenzaron a acampar en las rutas y a cortar el tránsito en protesta por las decisiones judiciales de excluir determinados candidatos opositores en beneficio de miembros de la familia de Akayev (su hijo Aidar y sus dos cuñadas). Primaban acusaciones de presiones a la prensa independiente y sobornos de electores.

En coincidencia con la cruzada por la democracia de Bush en los países árabes, la fórmula aplicada en Georgia, Ucrania y Kirguizistán, de respaldo solapado a aquellos que proclamaron la victoria de la libertad sobre la tiranía y el desorden, ha abierto un camino alternativo, y pacífico, frente al sabor amargo que dejó Irak.

Yuschenko estuvo al borde de perder la vida en un complot, pero no hubo cifras escandalosas de muertos (sólo comparables, en Irak, con el paso de un tsunami). Independientemente de la ayuda externa, la misma gente se atribuyó, en los tres casos, las revoluciones y sus consecuencias.

No debieron posar frente a las cámaras con flores y agradecimientos para los libertadores, como en Irak. Ni debieron los líderes, consumada la tarea, contrarrestar el peso de las mentiras, evaporadas las evidencias de las armas de destrucción masiva y de los contactos con el terrorismo de SaddamHussein, y de las violaciones de los derechos humanos en Abu Ghraib y en Guantánamo. Hubo elecciones, no fraude; no hubo, ni hay, vestigios de una democracia real en un territorio asolado por la inseguridad y la violencia.

En los ojos de Putin, espejo de Bush, había razones para ofrecer reparos a sus iniciativas. China había anunciado un aumento de un 12,6 por ciento de su gasto militar; su léxico oficial, al cual incorporó la palabra pacífico o las palabras no pacífico, se desvirtuaba. Chirac y Schröder, así como otros líderes de Bruselas, decidieron preservar durante un año el embargo a las exportaciones de armas. Si no, misiles franceses iban a apuntar contra buques norteamericanos en una hipotética guerra en Taiwan.

En ciernes estaba, en esa reunión clave, la inauguración formal de otro frente de conflicto: una crisis potencial, correlato de la Guerra Fría, entre un actor conocido, los Estados Unidos, y otro que vino del frío, preparándose durante décadas para ocupar el lugar de la Unión Soviética, China. Quedó en claro entre ellos un peligro latente: que Taiwan declare la independencia. Y que Putin, reelegido como Bush en 2004,  pretenda salir de perdedor.



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