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Ahora Bush debe resolver si aplica la misma medicina que en Irak

En los debates previos a las elecciones presidenciales de los Estados Unidos, el malogrado candidato demócrata, John Kerry, atinó a reflotar el multilateralismo, pero, presionado por hipótesis y evidencias de conflicto en un mundo cada vez más inseguro, no vaciló en suscribir la doctrina Bush: ante la duda, atacamos primero y preguntamos después.

Lo hicieron en Irak sin fundamento alguno: no había armas de destrucción masiva, más allá de las tropelías de Saddam Hussein y de sus desplantes frecuentes a los inspectores de las Naciones Unidas. ¿Lo harán en Irán y en Corea del Norte, los otros vértices del eje del mal?

Tras la captura de Saddam, el gobierno de Mohamed Khatami se ha visto en la misma encrucijada que domina la política exterior de Irán desde la ruptura de las relaciones diplomáticas con los Estados Unidos en 1979 por la toma de su embajada en nombre de la revolución del ayatollah Khomeini: critica al Gran Satán, como suele llamarlo en sus discursos, pero apela a la neutralidad en situaciones cruciales, como los ataques contra el régimen talibán en Afganistán y contra Irak.

Contra Irak estuvo en guerra entre 1980 y 1988. El Gran Satán terminó con Saddam. Le quitó a Irán la posibilidad de eliminarlo por su cuenta y riesgo. Y, a su vez, con su presencia en la frontera iraquí y en el Golfo Pérsico, redujo su campo de acción. Si Khatami mira a su alrededor, no obstante ello, su única alternativa frente a las amenazas de Bush no sería renunciar a la producción de uranio enriquecido, paso previo a la fabricación de la bomba nuclear, sino insistir en ella. O, al menos, declamarlo.

Por rara paradoja, Corea del Norte, el otro miembro del eje del mal, se ha visto favorecido con esa actitud. Nada han avanzado las negociaciones a seis bandas con los Estados Unidos, Corea del Sur, China, Japón y Rusia desde que el régimen comunista de Kim Jong Il, uno de los más severos y cerrados del planeta, comenzó a burlarse de ellos, y de algunos más, con la reactivación de sus instalaciones nucleares en coincidencia con la represalia contra Saddam y con las advertencias recurrentes de Bush, Blair and company.

Sobre Irán pesan sospechas y resentimientos por su respaldo en el Líbano a Hezbollah, señalado como terrorista por los Estados Unidos e Israel, y a otros grupos en el exterior, pero, al mismo tiempo, la coalición instalada en Irak necesita sus servicios para liquidar a la insurgencia, dominada por los chiítas, antes de las elecciones del 30 de enero. De ahí que, con guante de seda, haya aceptado una mediación europea, encabezada por Gran Bretaña, Francia y Alemania, para inspeccionar su arsenal, del cual prometió no desprenderse en forma gratuita.

Con ese gesto de presunta buena voluntad, Irán ha dejado en el limbo el pedido de sanciones de los Estados Unidos en las Naciones Unidas, una obsesión desde la revolución de Khomeini, y ha obtenido un guiño para su pretensión de ingresar en la Organización Mundial de Comercio (OMC) y de recibir tecnología nuclear para fines pacíficos. Es decir, con la bomba en ciernes, como Kim, Khatami ha ganado más que sin ella. La rara paradoja radica, pues, en el beneficio de ser peligroso y, en forma simultánea, negociar con todas las cartas sobre la mesa.

No se trata de la supervivencia de Irán o de Corea del Norte, sino de sus líderes. Y, en el caso de Khatami, de alcanzar una garantía con la cual pueda subsistir a la misión divina de expansión de la democracia en los países árabes que Bush ha abrazado como premisa para resolver la crisis entre israelíes y palestinos.

Si la dictadura militar que rige un país de confesión musulmana cuyo orden interno proviene de la sharia (ley coránica) como Paquistán se ufana de poseer armas peligrosas que podría emplear contra un aliado de los Estados Unidos como la India, por qué Irán no puede preservarlas. Le faltaría hacerle un favor a Bush, como el general Pervez Musharraf durante la invasión de Afganistán: permitió que las tropas norteamericanas surcaran su territorio mientras combatían contra un enemigo común, el régimen talibán. La India, a su vez, equilibra la balanza con su propio arsenal. Favor con vista gorda se paga, entonces.

La política de Bush tiene sus contras, sin embargo: Arabia Saudita, reservorio de petróleo de los Estados Unidos desde la primera Guerra del Golfo, e Israel, principal aliado y destinatario de las reformas en la región, temen que Irán fabrique, y use, la bomba. En 1981, ante la duda, los israelíes bombardearon una planta de ese tipo en Irak.

En marzo, los inspectores de armas de las Naciones Unidas encontraron trazas de uranio altamente enriquecido en Irán. Tal era la pureza que sólo podían ser usadas para fabricar una bomba nuclear. De ello ya había dado cuenta la Agencia Internacional de Energía Atómica (AIEA). Quedaba ahora develada la duda: Paquistán admitió que el científico Abdul Qadeer Khan había proporcionado información sensible a Teherán y otras capitales. Entre ellas, Trípoli, pero el régimen de Muammar Khadafy negoció a tiempo con  Bush y Blair la desarticulación de esos programas y, por ello, recibió perdones y elogios.

No era el caso de Irán, acusado por Bush de haber tendido cortinas de humo, de haber patrocinado el terrorismo fuera de sus fronteras (el atentado contra la mutual judía AMIA, en Buenos Aires, por ejemplo) y de haber despachado asesinos entrenados a Irak, Afganistán, Israel y Arabia Saudita. Lo acusó, también, de haber incurrido en parodias electorales resueltas con fraudes entre islámicos duros y reformistas aparentes.

Después, ante el inminente desembarco de sus tropas en Irak, Bush comenzó a ser más conciliador. Negó que su gobierno persiguiera un cambio del régimen (llegaron a tildarlo de “algo parecido a una democracia”) y, ante los dilemas planteados por una guerra inconclusa y por una carrera electoral en curso, procuró darle tiempo, y dárselo a sí mismo, para replantear la estrategia.

Desde mayo de 2003 habían sido suspendidos los contactos entre los Estados Unidos e Irán por una serie de atentados terroristas contra Arabia Saudita en los cuales estuvieron involucrados grupos iraníes. Un año después, la Cámara de Representantes sugirió a Bush “que usara todos los medios adecuados para disuadir o impedir que Irán adquiera armas nucleares”.

Quedó en suspenso en el Senado norteamericano. Sus tropas en Irak necesitan el favor de Khatami para controlar a los chiítas (el 60 por ciento de la población). Los mediadores europeos, entre los cuales Francia y Alemania recobraron protagonismo después de haber rechazado la invasión, buscan un delicado término medio entre la pena y la gloria. Sobre todo, por la amenaza latente, si fracasan, de que no haya espacio para el multilateralismo que vanamente intentó reflotar Kerry frente a la realpolitik. Causa de todas las guerras, en realidad.



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