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En una encrucijada se encuentra Uribe desde que Sarkozy promovió la campaña por la liberación de Ingrid Betancourt
En un país imaginario llamado Tecala, un hábil y audaz negociador de rescates (Russell Crowe) regatea con el mediador de la guerrilla para lograr la liberación de un ingeniero norteamericano secuestrado (David Morse), de cuya esposa (Meg Ryan) termina enamorándose. El desenlace de la película Prueba de vida, con tiros y bombas, demuestra el fracaso de su gestión. Más allá del guión, Tecala pretende ser Colombia, pero las autoridades de Ecuador, en cuya selva se rodó, pidieron a los realizadores que cambiaran el nombre del país, de modo de evitarse contratiempos con su vecino.
El fenómeno del secuestro comenzó en los setenta en Colombia. En esos años, además de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), el Ejército de Liberación Nacional (ELN) y otros grupos menores, operaba el Movimiento 19 de Abril (M-19). El conflicto, una guerra, llevó al país a tener el mayor índice de secuestros del mundo. Y llevó a la gente, a su vez, a extremar recaudos y, en algunos casos, a contratar agencias de seguridad y negociadores expertos.
Fue el caso de Gustavo (nombre ficticio), secuestrado por las FARC. Un caso real. Una de sus hijas, Paula (nombre también ficticio de una buena amiga), recibió una carta de él. Decía: “Me están dando comida y…” Y nada más. La carta temblaba en sus manos. Era la primera señal después de dos semanas en inquieta espera de un indicio, una pista sobre la suerte de su padre, colombiano, de 63 años, secuestrado el 19 de septiembre de 1997, a eso de las 13.30, cerca de su finca, a dos horas en coche de Bogotá.
Paula, abogada, la mayor de seis hermanos, recibió la carta por la cual supo que su padre estaba con vida y que había decidido que ella fuera el contacto con los secuestradores. “Desde algún lugar del monte…”, decía con tono guerrillero. Le recomendaban la compra, en el mercado negro, de una radio de onda corta con la cual iban a comunicarse, como en la película Prueba de vida.
Gustavo no iba a ver el sol en siete meses. En su mente, me contó tiempo después, se arremolinaban el polvo del camino y la camioneta que salió de la nada y que, con el botín a bordo, partió, rauda, por la banquina. El botín era él, terrateniente, criador de pollos. En menos de media hora, en un punto llamado La Cabaña, en el cual la ruta se pierde en el verde espeso del monte, el conductor aceleró y Gustavo perdió toda noción del tiempo y del espacio. Tres días permaneció en un cafetal, atado de pies y manos, vendado. Le daban salchichas, comida enlatada y gaseosas, pero estaba sometido al peor ayuno: el silencio.
Lo cargaron en un jeep y percibió que, después de mucho zigzag, pisaba tierra caliente. Tan caliente que la temperatura de la celda rondaba los 40 grados. Allí, bajito y menudo, quedó al cuidado de una familia, con chicos, cuyos rostros estaban siempre cubiertos con pañuelos. Eran siete en total. Le quitaron la ropa. Le dieron dos pijamas, tres juegos de ropa interior y un par de pantuflas. El baño estaba fuera. Sólo de noche podía tomar una ducha.
Las comunicaciones por radio con la familia eran impuntuales y erráticas. En el trato, para el cual contrataron un negociador, los secuestradores eran agresivos. Les prometían una mano o una oreja de Gustavo si no cumplían con sus demandas. Decían mocuá en lugar de cambio y mocuá po pa’llá en lugar de cambio y fuera. En su afán de obtener una prueba de vida, Paula y sus hermanos se reunieron con un cabecilla de las FARC. Negó que fueran ellos los captores, como acostumbran, pero les prometió ayuda a cambio de una ración fija de alimentos que nunca dejaron de enviarle, como si se tratara de una vacuna (impuesto revolucionario).
La celda, sin ventanas, tenía pequeños huecos desde los que Gustavo percibía el verde como todo horizonte. Era de tres metros por cuatro. En ella se las arregló para hacer ejercicios y caminar 20 kilómetros por día.
Con el tiempo recibió una radio portátil en la que sintonizaba Caracol; luego, un televisor. Creyó que era por buen comportamiento. No sabía que Paula y sus hijos habían desembolsado la primera cuota del millón de dólares que, en números redondos, iba a costarles la liberación.
A las 3.30 del 9 de abril de 1998, con la ropa que llevaba el día del secuestro, Gustavo se sintió libre por primera vez en siete meses. Lo dejaron en un paraje llamado El Talima, a más de cuatro horas en coche de Bogotá. Nunca supo quiénes fueron sus captores. Su vida cambió para siempre.
Para siempre, también, cambió la vida de la ex candidata presidencial Ingrid Betancourt, secuestrada el 23 de febrero de 2002 por las FARC. “Este es un momento muy duro para mí –le confiesa a su madre, Yolanda Pulecio–. Piden pruebas de supervivencia a quemarropa y aquí estoy escribiéndote mi alma tendida sobre este papel. Estoy mal físicamente. No he vuelto a comer, el apetito se me bloqueó, el pelo se me cae en grandes cantidades.” Las pruebas de supervivencia iban a ser esa carta y un video en el cual se la ve sentada, con las manos sobre las rodillas, abatida, demacrada, como se sentía Gustavo en esa horrible situación.
En Colombia, empeñada en exaltar las razones por las cuales figura después de la isla de Vanuatu, del Pacífico Sur, en el segundo lugar del ranking de los países más felices del mundo, que preparan cada año por las organizaciones británicas News Economics Foundation y Friends of the Earth, poca gracia causa la comparación con Tecala, el país imaginario de Hollywood. Y, en el fondo, poca gracia causa la atención, y la presión, internacional en el caso Betancourt, más allá de que sea un salvoconducto para ella y los otros rehenes de las FARC.
El conflicto nunca dejó de ser un asunto interno y reservado de Colombia para el cual los sucesivos presidentes hasta Álvaro Uribe pidieron apoyo y comprensión a otros gobiernos, no participación. Si no, Hugo Chávez hubiera metido sus narices poco después de asumir el mando: en 1999 recibió una invitación de Manuel Marulanda, jefe de las FARC, para dialogar en el área de despeje que le había cedido Andrés Pastrana al sur del país.
Enterado de ello, el entonces presidente colombiano bloqueó todo intento de intervención de su par venezolano, más allá de que, con una frontera compartida de 2300 kilómetros, los problemas derivados de la guerrilla y el narcotráfico pasaran fácilmente de un país al otro. Ocho años después, Chávez ofició de mediador con las FARC. Por un rato. Hasta que Uribe, el único incondicional de George W. Bush en América latina, concluyó que había violado las reglas y, tras acusarlo de haber usado el proceso para expandir la revolución bolivariana y el socialismo del siglo XXI allende Venezuela, decidió quitárselo del medio de mala manera.
Uno y el otro militan en extremos antagónicos. No obstante ello, uno y el otro, diferentes de los pies a la cabeza, resolvieron añejas disputas limítrofes, incrementaron el comercio, suscribieron planes energéticos y zanjaron no pocas rencillas bilaterales. En su breve gestión de mediador con las FARC, Chávez recibió la bendición de Nicolas Sarkozy, involucrado por la doble nacionalidad francesa y colombiana de Betancourt, y de los familiares de ella, siempre temerosos de que Uribe ordene un rescate con tiros y bombas, como en la película Prueba de vida, sin la suerte que, dentro de lo que cabe, tuvo Gustavo.
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