Un poco de insatisfacción




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La inclinación de los brasileños hacia el líder antisistema refleja, en cierto modo, el descontento regional con el modelo

Somos como somos: demócratas insatisfechos, define Marta Lagos, directora de Latinobarómetro, sorprendida con el consenso negativo en la Argentina. Y estamos como estamos: insatisfechos con la democracia. Mucho más que América latina en su conjunto: nueve de cada 10, contra seis de cada 10 en otros 16 países, desaprobamos, o estamos insatisfechos, con la democracia, pero, a la vez, el 65 por ciento, contra el 56 por ciento en el resto, opta por ella frente a otra alternativa de gobierno.

O aventura autoritaria, caracterizada por la mano dura y por la obediencia indebida como en años no tan pretéritos, mientras, presas y presos de la crisis, desconfiamos más que ninguno. De los partidos políticos. Del gobierno de Duhalde. De los bancos. Del Congreso. De la Justicia. De las municipalidades. De las compañías privadas. En ese orden; en este desorden. Desconfiamos hasta de nosotros mismos.

Vacilación, tendencia en el fondo, que no comenzó en 2001, con la legitimación de la cacerola batiente como epílogo precipitado de la presidencia de De la Rúa, sino en 1995, infiere María Braun, presidenta de Mori Argentina, encargada del sondeo, o del diagnóstico, en el país. Tendencia, vacilación en el fondo, agravada por la emigración, dice. La pérdida del patrimonio que no tiene repuesto: el capital humano.

Odioso panorama después de haber creído que Queen rendía tributo a los argentinos con We are the champions (Somos los campeones). Eramos los campeones, pero no sabíamos de qué. ¿Lo sabemos ahora? Estamos prisioneros, carcelero.

Ni una idea clara de la democracia tenemos. O, tal vez, tengamos, los latinoamericanos, una idea diferente de ella, en comparación con los europeos y con los norteamericanos, en espera de cambios profundos, conviene Carmelo Angulo Barturén, representante en Buenos Aires del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD). En espera de un poco de satisfacción, en definitiva.

Obstinados en el tango, o en el escepticismo, los argentinos somos como somos y, huérfanos de Estado, estamos como estamos: insatisfechos con la economía de mercado, con las privatizaciones y con los servicios públicos transferidos a terceros, según la encuesta Latinobarómetro. Estamos insatisfechos con el modelo. Y con sus resultados, así como con la política económica gubernamental y, más que todo y que todos, con las rigideces del Fondo Monetario Internacional (FMI). Caldo de cultivo de discursos oscuros: «Que se vayan todos». ¿Quién queda?

Y, más allá de la avenida General Paz, caldo de cultivo de iluminados. Como Chávez (presidente de Venezuela), Evo Morales (malogrado candidato presidencial cocalero de Bolivia) y Lula (remozado líder izquierdista de Brasil). Que, gane hoy las elecciones o no, es el modelo último modelo del descontento con el modelo.

O del antimodelo, resumido, o resurgido, en la insatisfacción con la democracia. En leve alza en la región mientras, rareza al fin, la Iglesia y la televisión (leyó bien) despiertan mayor confianza que la policía, las fuerzas armadas, los gobiernos, la Justicia, los parlamentos, los partidos políticos y, en el último peldaño, las personas.

No creemos en nosotros mismos, entonces. Sujetos a juicios ajenos. De los Estados Unidos, habitualmente. Tanto que un indígena aymara como Morales, partidario de la legalización del cultivo de hoja de coca y de su posterior comercialización, no hubiera peleado la presidencia de Bolivia sin las objeciones del embajador Manuel Rocha, temeroso de sus críticas contra la estrategia antinarcóticos, y un obrero metalúrgico como Lula no pelearía por cuarta vez la presidencia de Brasil sin las objeciones de Wall Street y, después, cual gesto conciliador, la comparación con el equivalente tercermundista del sueño americano deslizada por la embajadora Donna Hrinak, ducha en populismo tras haber lidiado con Chávez en Caracas.

Sobre todo, en momentos en que, frente al pavor que convocan los daños colaterales del colapso argentino, una chispa puede desencadenar una reacción en cadena. Como la supuesta inclusión de Menem en la lista de corruptos del subsecretario de Estado para América latina, Otto Reich, metiendo la cola, adrede o no, en las elecciones de la Argentina. Cosa que ya había hecho, omitiendo nombres, el secretario del Tesoro, Paul O’Neill, con su rechazo a conceder dinero, vía FMI, a países cuyos políticos tienen cuentas en Suiza.

Operación mediática, aducen. Orquestada, como siempre, por un sector de la prensa. Embarcado, según ellos, en una campaña de desprestigio en un país cuyos demócratas insatisfechos desconfían, en un 88 por ciento, de sus dirigentes políticos, según Latinobarómetro. No mucho más que sus vecinos de la región: un 65 por ciento. Maten al cartero, y ya. Como a Thomas Catán, corresponsal del Financial Times, absurdamente asediado por haber denunciado presuntos pedidos de coimas de senadores a banqueros.

Y maten, o atenúen, las paradojas. Como Chávez, Morales y Lula frente a la debilidad de otros, aparentemente bendecidos, como Toledo después de la década Fujimori y Fox después de los 71 años del Partido Revolucionario Institucional (PRI), impotentes frente al fastidio que provocan las privatizaciones de servicios públicos: la electricidad, en ambos casos. O frente a puebladas, como la toma de rehenes en San Salvador Atenco, México, en contra de la construcción del aeropuerto que iba a suplir al Benito Juárez, del Distrito Federal, la ciudad más poblada y contaminada del mundo.

Signos todos ellos de una enorme debilidad, y de un respaldo escaso, frente a un consenso generalizado: la crítica distribución del ingreso, considerada injusta en un 82 por ciento en América latina en general y en un 96 por ciento en la Argentina en particular. De ahí, Chávez y Morales, más allá de la suerte de cada uno.

Y de ahí, también, Lula, en alianza con una franja del establishment brasileño que, con su rémora en contra del Area del Libre Comercio de las Américas (ALCA) mientras se compromete a respetar las pautas del FMI con tal de no insistir en la senda del default declarada y aplaudida por Rodríguez Saá, ve menos peligro en él que en los otros candidatos. Con un toque sentimental de Duda Mendonça: «Lulinha no quiere pelea; Lulinha quiere paz y amor». Y otro propio, creyéndose Cristo por luchar por la justicia social, por la igualdad y por el reparto de panes.

Indiferente en su prédica a los reparos de Washington por sus lazos con Chávez y con Fidel Castro. Socios en la aventura si gana o si pierde. En la aventura que, curiosamente, está en el límite de la democracia de la cual no reniegan los demócratas insatisfechos. Que, como Lula antes de trajearse y encorbatarse, van por la vida con una camiseta que advierte: «Hoy no estoy (no estamos) de buen humor». Estamos como estamos porque somos como somos y, convengamos, somos como somos porque estamos como estamos.



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