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BELGRADO.– En medio del océano, el primer ministro ruso, Yevgueny Primakov, ordenó al piloto que regresara a Moscú. Era el 22 de marzo, dos días antes del comienzo de la cruzada aérea de la alianza atlántica (OTAN) contra el régimen de Slobodan Milosevic. El vicepresidente norteamericano, Al Gore, le había anunciado por teléfono que atacarían Yugoslavia, cerrando toda posibilidad de negociación.
A Boris Yeltsin, el jefe de Primakov, nadie le había consultado. Era una novedad y una ofensa a la vez, reducida Rusia a un papel de país de segundo orden, después de haber sido el líder de una porción del mundo, en un escenario en el que tanto los Estados Unidos como sus socios de la OTAN necesitarían en algún momento de la única voz que podía tener eco en Belgrado.
De ahí que Yeltsin haya conjurado su malestar con la advertencia sobre el peligro inminente de una tercera guerra mundial y que haya invocado razones económicas, no políticas, para destituir semanas después a Primakov, demasiado popular para su gusto. La vuelta a Moscú coincidió con su presencia, ese mismo día, en el programa televisivo Héroe del día.
Yeltsin y Milosevic, más legalistas que humanistas, pidieron desde entonces que actuaran las Naciones Unidas en lugar de la OTAN. Apelaron en forma implícita a un viejo dicho: si se desata una guerra entre un país grande y uno pequeño, desaparece el pequeño; si se desata entre dos países pequeños, desaparece el problema; si se desata entre dos países grandes, desaparece la ONU. Entre los grandes estaba Rusia, a pesar de su crisis económica, no Yugoslavia.
Por Kosovo no desaparecieron Yugoslavia ni el problema, pero la ONU corrió el riesgo de esfumarse, ya que la diplomacia, como Rusia, quedó relegada por las bombas a una incómoda butaca en el piso alto del teatro de operaciones.
La guerra no ha terminado, en realidad. La nueva fase, legitimada por la ONU, es una tregua mientras la OTAN se asegura del retiro de las tropas serbias de Kosovo y del retorno de los refugiados. En Milosevic no confía: ya quebró sus promesas en otras otras ocasiones.
Terminaron los bombardeos, en todo caso. Pero Kosovo dejó de ser Kosovo. Las tiranteces entre serbios y albaneses, con las cuales no pudieron la limpieza étnica ni los misiles inteligentes, han crecido. Ni los divorcios territoriales con amplia autonomía, al estilo Bosnia, eliminarían las diferencias.
Son odios viejos, heredados, ahora acrecentados, que fueron controlados en los tiempos del mariscal Tito, entre 1945 y 1980, por la hegemonía que caracterizaba a los regímenes comunistas: vedar los planteos de las minorías y, si subsisten, dirimirlos con el pulgar.
El problema es que la OTAN, con su intervención en defensa de una minoría perseguida, tomó partido por el Ejército de Liberación de Kosovo (ELK), cuyo objetivo no es la autonomía, sino la independencia. Esto significaría, en principio, que otros movimientos separatistas podrían contar con su respaldo si un gobierno impone mano dura en una región determinada.
Quizá jamás suceda en Québec, Canadá, ni en Puerto Rico, colonia asociada de los Estados Unidos, pero el legado de Kosovo, en el que quedó más limitado que nunca el término Estado-nación (al igual que en Chile por la detención de Pinochet en Londres por pedido de la justicia española), podría alentar a una provincia a separarse del país al cual pertenece, como el Tíbet, de China, y Chechenia, de Rusia, por ejemplo.
Los albano-kosovares pueden volver a casa. Pero muchos dudan. El ELK tiene una posición radical, por más que esté en retirada (desmilitarización no es desarme). La otra cara, la Liga Democrática de Ibrahim Rugova, es más cauta, más diplomática si se quiere. El desafío de esta guerra inconclusa es que no haya ahora un enfrentamiento entre ellos mismos.
Dudas no tienen sólo ellos. ¿Qué harán Bill Clinton y Tony Blair con Milosevic, con captura recomendada como criminal de guerra mientras sigue siendo el presidente de Yugoslavia?
Es un nacionalista a la antigua que no dudó en declararse vencedor de una guerra que perdió desde el primer día, aceptando condiciones peores que las anteriores, signadas por el acuerdo de Rambouillet, Francia, de modo de conservar el poder. Es, en definitiva, un malo conocido. Depende de él, sin embargo, la integración política y económica de los Balcanes en Europa. No sería un favor personal, sino un seguro contra todo riesgo.
En la etapa decisiva, Clinton habló por teléfono dos veces con Yeltsin. Legitimó de ese modo las gestiones de paz del enviado ruso a Belgrado, Viktor Chernomyrdin, elogiado en Occidente, criticado en Moscú, en compañía de Martti Ahtisaari.
No tenía más alternativa que desactivar la bomba tiempo en una región que se caracterizó a lo largo del siglo por despertar dragones. La guerra entraba en un laberinto en el cual el despliegue de tropas terrestres, la fase siguiente, habría sido más azaroso que devolverle a Rusia algo del prestigio perdido.
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