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Entre 5000 y 10.000 argentinos buscan su destino en España, pero chocan con puertas cerradas por temor a una invasión
Empecemos por casa: somos un país de inmigrantes y, sin embargo, no aceptamos a los recién llegados. Vengan de donde vinieren, salvo que sean turistas, banqueros, inversores o cráneos en alguna materia. Desconfiamos de ellos. En especial, si son de los países limítrofes. De los cuales, por omisión y por deformación, nos sentimos más alejados que de España, de Francia, de Italia y de los Estados Unidos.
Estamos convencidos, sobre todo en Buenos Aires, de que somos superiores (griegos y romanos desterrados, según Borges) por un mérito tan vago como la pertenencia. Por algo respondemos a un retrato perverso entre nuestros vecinos: son italianos que hablan español, pero se creen británicos que viven en una réplica de París en América latina. No nos quieren, seamos francos. Nosotros tampoco nos queremos, ni queremos a los demás. Ni a los provincianos.
A los extranjeros de estatura baja y piel cobriza solemos achacarles la causa de casi todos nuestros pesares: desde la inseguridad y el desempleo hasta la gastritis y el insomnio. Es decir, miramos la viga en el ojo ajeno antes que en el propio. Y, al mismo tiempo, nos valemos de las apariencias entre nosotros mismos, subestimándonos los unos a los otros. «¿Fulano? –replicamos–. Lo conocí cuando era nadie.» Sigue siendo nadie, entonces. Fueron muchos años de encierro, en realidad. Con una supuesta ventaja comparativa: creernos distintos.
Pero, virtud al fin, nunca cerramos las puertas a todo aquel que quiera habitar el suelo argentino. Es una premisa constitucional a pesar de las trabas burocráticas. Siempre inútiles en cuestiones migratorias. Y recibimos, acaso como compensación, el refugio que hallaron muchos, en los años de plomo, tanto en México (cuna de la generación argenmex) como en España, entre otros países.
De los miles de españoles que arribaron a la Argentina desde comienzos del siglo XX, corridos por la hambruna y por las guerras, quedaron, entre otros estereotipos engañosos y crueles, los gallegos cuadrados de los chistes. Que, por ejemplo, no entran en la cocina porque hay un tarro que dice sal.
Sal, paradójicamente, dicen ahora ellos. No a los argentinos en particular, entre 5000 y 10.000, sino a una legión de indocumentados de orígenes diversos que, según la nueva ley de extranjería, debe ir a casa, arreglar sus papeles y, si cuadra, regresar. Expuesta, si se queda, a ser deportada. Nada que envidiarle a Pete Wilson, el ex gobernador de California, en su afán de deshacerse de los mexicanos ilegales, negándoles educación y salud a sus hijos.
No hay sociedad que, replegada en sí misma, no sea racista e intolerante. Ni sociedad que no discrimine. Ni sociedad que reciba con los brazos abiertos, y de mil amores, suculentas olas de inmigrantes que, a su vez, no estarían dispuestas a renunciar a sus raíces si no fuera por falta de horizonte. Tampoco hay inmigrante que no sueñe con volver y ser millones; o volver con varios millones, convengamos.
El mero trasplante, por más que se trate de cruzar una frontera cercana, significa despojarse de algo más que las costumbres, la familia y los amigos. Significa despojarse de la identidad y, en la mayoría de los casos, fraguar una nueva. Como sapos de otro pozo. O, a veces, como ciudadanos de segunda. En otra lengua, inclusive. Sin historia de crédito, como martillan en los Estados Unidos.
Los argentinos, y los latinoamericanos en general, nos criamos con la Madre Patria como sinónimo de España, pero somos extraños en casa de nuestros padres y de nuestros abuelos. Casa en la cual la tasa de natalidad no desborda maternidades (es de las más bajas del mundo) y en la cual, por ello, pronto necesitarán brazos que muevan la economía. Casa, asimismo, en la cual abundan los parados (desempleados) y en la cual el trasplante, sea de colombianos, de ecuatorianos, de peruanos, de uruguayos o de nosotros mismos, es poco traumático, para anfitriones e inmigrantes por igual, por compatir la lengua, la religión y los apellidos. La sangre, en definitiva.
Es cuento que los extranjeros ocupen los puestos de trabajo de los nativos, desplazándolos. Si fuera cierto, los cubanos no habrían copado Miami y sus alrededores. Ni los turcos tendrían sus propias calles en varias ciudades de Alemania. Ni los rusos y los árabes serían taxistas en Nueva York. Ni la comunidad judía tendría su sello en el barrio porteño del Once; ni la coreana campearía en el Bajo Flores. Son, en todo caso, motores de la economía y, a la larga, proveedores de empleos.
Es cuento, también, que los extranjeros importen violencia. Los hay buenos y malos, como sucede con los nativos. Y puede haber mafias, capaces de ajustes de cuentas y de otras calamidades. Pero el mundo no sería mundo sin movilidad social. Sobre todo, en momentos en que las fronteras van desdibujándose con la globalización: un juez español, casualmente, quiso juzgar a Pinochet en España (enhorabuena, por el replanteo que provocó en Chile), pero sus antecesores no revieron el saldo de los años de Franco.
Los guetos provocan rechazos. Aquí, allá y más allá también. En todo el mundo. No de los gobiernos, sino de la gente. Que siente, en muchos casos, que un contingente de forajidos ha acampado en el living. Y que pretenderá imponer sus costumbres. Es otro cuento.
En las elecciones de los Estados Unidos, el ultranacionalista Pat Buchanan no obtuvo votos en Palm Beach, en desmedro de Al Gore, por su prédica contra los inmigrantes, sino por el diseño confuso de las boletas. Ganancia para George W. Bush.
La campaña de Buchanan rodó un agresivo aviso televisivo en el cual un hombre estaba comiendo albóndigas y, de pronto, sufría un espasmo. En el noticiero, frente a él, una voz en off decía que Bill Clinton había firmado una orden ejecutiva por la cual ponía los servicios públicos a disposición de aquellos que no dominaran el inglés. Tecleó entonces, descompuesto, el 911 (número para emergencias de todo tipo). La voz metálica de un contestador automático iba dándole alternativas: para español, uno; para coreano, dos… Murió antes de dar con alguien que hablara su idioma. En un país sin idioma oficial, por cierto.
¿Fue antojadizo el mensaje de Buchanan o representó los mismos sentimientos xenófobos de los españoles que descargaron su ira contra los marroquíes en El Ejido o de los porteños que ven en los bolivianos, en los peruanos y en los paraguayos algo así como el peligro de una eventual invasión?
Nadie emigra por placer. Ni hay gobierno que, como China o Cuba, pueda retener por la fuerza a la gente. La economía de Galicia, comparada con las 17 comunidades autónomas de España, ha sido la más pujante durante 2000. Es el reverso del chiste. O el mejor chiste de los gallegos. No familiarizados con la inmigración. Ni, de costa a costa, con una virtual devolución de gentilezas, salvo que se trate de aprovechar oportunidades de inversión. Y ser millones.
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