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El dominio de las FARC sobre una porción del país consagra de hecho la existencia de un Estado dentro del Estado
Tirofijo está como Carlos Menem: enamorado. En su caso, de una guerrillera a la que duplica en edad. Con ella, Sandra, de 37 años, habrá descorchado aguardiante, o alguna champaña reservada para la ocasión, en Inspección Los Pozos, cerca de San Vicente del Caguán, después de la prórroga que concedió el gobierno de Andrés Pastrana a las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) sobre las tierras que dominan a su antojo en el sur del país.
Maravilloso si Tirofijo, de 70 años, fuera Walt Disney o la Madre Teresa, no el líder guerrillero más veterano del mundo. Hombre de armas llevar, por más que, curiosamente, también empuñe el violín. Que ha ganado más que cualquier otro con su renuencia al diálogo y con su concepción setentista del poder. Pasada de moda, pero efectiva. O lucrativa. Hasta dejó plantado a Pastrana el día que recibió, limpios de presencias tan molestas como soldados y policías, los 42.160 kilómetros cuadrados en los que, en realidad, jamás hubo soldados ni policías.
No ha cambiado desde el 7 de noviembre de 1998. Y tampoco está dispuesto a cambiar. A diferencia de Pastrana, fortalecido por la ayuda millonaria, de 1300 millones de dólares, que supo conseguir, cual promesa y aval a la vez, de los Estados Unidos. Un dineral, como parte del Plan Colombia, con el que, al menos en los papeles, jura y perjura que se propone sustituir los cultivos ilícitos, no fumigar las otras pestes que sumergen al país en los infiernos. Como las FARC, el Ejército de Liberación Nacional (ELN), los paramilitares y la delincuencia común.
Pero por la plata baila el Mono (Jojoy), el segundo de Tirofijo. Temeroso de que el Plan Colombia, avalado por Bill Clinton en Cartagena de Indias, no apunte sólo a la erradicación de la droga desde sus orígenes. Razón por la cual, en un menjunje caótico, han aumentado los atentados, los secuestros, los desplazados y, sobre todo, las muertes.
¿Por qué, entonces, Pastrana extiende ahora, hasta el 31 de enero, la gracia por la cual las FARC campean en un territorio del tamaño de Suiza? No hay gobierno latinoamericano que vea con buenos ojos el Plan Colombia, más allá de los respaldos de cortesía que ha cosechado. Ni hay gobierno latinoamericano que no especule con la posibilidad de que el país se convierta en otro Vietnam (con la victoria, por fin, de los Estados Unidos). Pero, mientras tanto, prefieren no meterse.
Pastrana consulta, rinde cuentas a la comunidad internacional; está literalmente solo. ¿Qué logró? Un magro acuerdo con las FARC para el intercambio de 10 prisioneros por bando. Es decir, avanza un paso y retrocede dos. Y, en medio de la guerra, no hace más que admitir la existencia de un Estado dentro del Estado. Que si fuera por el ELN y por el resentimiento de los paramilitares de Carlos Castaño, líder de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), deberían ser tres o cuatro. Total, la gente, decepcionada, no puede salir de las ciudades por miedo a caer en emboscadas.
El proceso de paz en sí está acosado, incluso, por las sospechas sobre las buenas migas de Hugo Chávez con las FARC y con el ELN con tal de mantener en calma, siempre relativa, la frontera sur de Venezuela. De Tirofijo espera Pastrana, al parecer, que vuelva a ser lo que nunca fue: un hombre sensato con el cual pueda acordar, mano a mano, el cese el fuego. Mucho pedir: sólo se trata de retomar el diálogo, cual súplica. ¿Cómo? La condición es que el gobierno sea más enérgico con los paramilitares. Que les haga el favor de acorralarlos, sobre todo por el predicamento que han cobrado últimamente entre la clase media.
El Plan Colombia, sostenido por los Estados Unidos y por la Unión Europea, puede ser una invitación a las violaciones de los derechos humanos y otras miserias, pero sus críticos regionales no han formulado proyecto alternativo alguno, salvo gestos compungidos frente a una desgracia que consideran acaso más ajena, y más lejana, que Kosovo.
La intervención en los asuntos de otro país es una intromisión, pero, en casos extremos en los cuales peligra la estabilidad de todo el continente, precaria de por sí, muchos parecen más pendientes del romance de Tirofijo con Sandra, o de Menem con Cecilia Bolocco, que de las muertes y de los secuestros frecuentes en Colombia.
Brasil, con su frontera caliente, pretende ser el líder de la región en zigzags peligrosos por los cuales acuerda bajo la mesa con personajes nefastos, como Fujimori, y no sabe qué hacer cuando los Estados Unidos, dividiendo para reinar, seducen a Chile con su inclusión en el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLC). Premio demorado casi dos décadas al milagro económico que encaró otra joyita vernácula, Pinochet.
La virtual intervención, o intromisión, de los Estados Unidos en Colombia no es gratuita. Y las FARC no tiran por elevación contra los paramilitares. Saben que ponen en un aprieto a Pastrana desde el momento en que las fuerzas militares que están entrenándose como componentes principales del Plan Colombia tienen lazos con ellos. Así como ellos, y todo bicho que camine en el país, tienen lazos con los narcos. Es un círculo vicioso.
Por el Plan Colombia cayó Fujimori y, por extensión, Vladimiro Montesinos, hombre de confianza de la CIA, una vez que quedó al descubierto el arsenal procedente de Jordania que, después de una escala en el Perú, iba a nutrir a las FARC. Por el Plan Colombia se defendió Chávez, con un fusil automático en la mano, de las versiones sobre el apoyo que habría brindado a las FARC, al ELN y a insurgentes del Ecuador y de Bolivia; quiso aventar, de ese modo, los fantasmas sobre el presunto sueño mesiánico de exportar su revolución bolivariana con el guiño cómplice de sus amigos Fidel Castro y Saddam Hussein. Por el Plan Colombia, los Estados Unidos no cejan en su empeño de extraditar capos de la droga y de juzgarlos en casa mientras, como en Kosovo, ponen un pie en la región por razones de fuerza mayor.
Son amores perros que, con un promedio de 14 muertos por día y de 3000 secuestros por año, no dejan espacio para la negociación. O el llamado laboratorio de la paz. ¿Es solución la guerra total? Dios nos libre de ella. ¿Es solución la indiferencia ajena? Es alarmante. ¿Es solución la buena voluntad de Pastrana? Es apenas un paliativo.
En Colombia no hay muchos buenos. Y por ahí pasa, también, el problema. En los militares pocos confían, seguros de que, después de generaciones en guerra desde 1964, interactúan con guerrilleros y con paramilitares por igual. Que ellos, o la policía, decomisen toneladas de droga en un extremo del país no significa que, por el otro extremo, no salga el triple en dirección hacia los países consumidores, como los Estados Unidos, en donde, seamos francos, entra de algún modo. Que ellos, o la policía, garanticen la seguridad en algunas regiones no significa que los hacendados y los empresarios no estén sometidos a la vacuna (impuesto clandestino), cual seguro de vida frente al peligro de secuestros y de atentados.
El secreto a voces, manejado por el Departamento de Estado, es que las FARC, el ELN y los paramilitares son los nuevos carteles colombianos, conectados, a su vez, con los mexicanos y con las mafias proveedoras de armas. Y que, mientras los campesinos no tengan otra alternativa que cultivar hoja de coca, más rentable que la yuca, no harán nada por amor al prójimo, salvo enrolarse, desde la más tierna adolescencia, en alguno de los grupos que mantiene en jaque al país. Con un poco de fortuna, y una ranita dorada en el ojal (símbolo de buena suerte en Colombia), tendrán una novia como Sandra o un novio como Tirofijo. Y serán felices como Menem, defensor de Chávez frente a Clinton. Pronto a ser historia con Monica Lewinsky.
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