Desaforados




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Finalmente, la Organización de los Estados Americanos (OEA) demostró que podría pagar parte de sus deudas, originadas por mora de los países miembros, si se abstiene de mandar observadores a los procesos electorales. Es más barato confiar en la palabra de los ganadores, como Fujimori, que gastar dinero y tiempo, o viceversa, en levantar campamento por sospechas de fraude, dejando todo a la buena de Dios, para convalidar, después, las trampas advertidas entre bambalinas. O los observadores observaron mal, o los observados observaron mejor.

Es un dilema. Quizás otro habría sido el desenlace en el Perú si los Estados Unidos no hubieran metido sus narices. La amenaza unilateral de sanciones, rechazada por la mayoría en la OEA, sólo despertó nacionalismos. O reparos. Esos que dictan, tanto en México como en Venezuela en vísperas de sus elecciones, que cada uno debe resolver sus asuntos en casa. Sin participación extranjera. Menos aún de los primos del Norte, imperialistas durante las dictaduras, intervencionistas desde Kosovo. Y, sin embargo, admirados por todos. Vaya contradicción.

¿Que podría haber hecho la OEA con Fujimori sin perjudicar a los peruanos? Ni sanciones, ni proscripciones. Los europeos cometieron mil errores, y horrores, pero acertaron en aplicar una regla no escrita frente a la victoria de un nazi como Haider en las elecciones legislativas de Austria: lo condenaron en forma implícita al ostracismo. Con Hitler hicieron la vista gorda y pagaron, pagamos, las consecuencias.

Fujimori no culpa a los inmigrantes de todos los males del Perú, como Haider en Austria, ni promete limpiezas étnicas, como Milosevic en Kosovo, pero, en el fondo, sus artimañas con tal de ser presidente vitalicio, alterando la letra constitucional, cerrando el Congreso y vapuleando la libertad de expresión, sientan las bases de una democracia cada vez más imperfecta. O corrompida,  despejando el camino a todo aprendiz de emperador, no necesariamente descendiente de japoneses, que se empeñe en batir el récord de permanencia en el poder de Fidel Castro. De más de cuatro décadas.

Será que los latinoamericanos, sin posibilidad de tener títulos nobiliarios, somos propensos a aceptar los mandatos vitalicios. Somos hijos del rigor, en definitiva. De la verticalidad como consecuencia de la falta de educación para la democracia.

Si Pinochet no hubiera estado durante 503 noches en Londres, la justicia de Chile difícilmente habría movido un dedo en su contra. Por más que su régimen haya cometido crímenes aberrantes.

Tuvo que ordenar la detención de Pinochet un juez español, Baltasar Garzón, en una ciudad neutral. Y, finalmente, no recobró la libertad por los derechos reclamados por su país (juzgarlo en casa si cuadraba), sino por un acto de piedad, llamado razones humanitarias, del cual se burló apenas pisó Santiago.

Tal vez Pinochet, despojado ahora de la inmunidad como senador vitalicio, nunca vaya a juicio, pero la mera voluntad de saber qué pasó en los años de plomo, y de atribuir las responsabilidades pertinentes, significa un acto de madurez en el cual nadie confiaba.

Así como nadie confiaba en que Fujimori iba a jugar limpio en las elecciones. «Que tire la primera piedra aquel que tenga una democracia perfecta», desafió a sus pares el canciller del Ecuador, Heinz Moeller, en la reunión de la OEA. Ninguno pudo. Ni los Estados Unidos. Pero la imperfección, consecuencia natural de toda obra humana, no equivale a nivelar hacia abajo, convalidando el fraude. Es lo mismo que aceptar el robo a causa del desempleo. O la estafa a causa de la bondad, o de la estupidez, ajena.

La OEA decidió que su secretario general, César Gaviria, y el canciller canadiense, Lloyd Axworthy, vayan ahora al Perú. No a revisar las elecciones, sino a buscar alternativas con tal de fortalecer la democracia. ¿Democracia? Bueno, un sistema de gobierno popular en el cual el gobierno termina siendo impopular.

No hay democracia perfecta ni democracia ideal. No es igual la idea de democracia en América latina que en los Estados Unidos, en Europa o en Medio Oriente. Pero existen valores determinados, como los derechos humanos, que trascienden fronteras. Y otros, en un continente cuyo problema principal es la corrupción, que no pueden quedar al libre arbitrio de unos pocos con el aval de otros pocos.

¿Por qué Bill Clinton, más exitoso que Fujimori, no promueve una reforma constitucional con tal de seguir en la Casa Blanca? Ganas tiene, pero el Congreso, después de las sucesivas reelecciones de Franklin Delano Roosevelt, entre 1933 y 1945, limitó los períodos a cuatro años, con una gracia de cuatro más, de modo de no desequilibrar las instituciones con la concentración del poder en un solo puño. Y no hay forma de modificarlo en contraste con el afán de imponer al hombre sobre las leyes que campea en algunos países de América latina.

¿De qué habla la OEA cuando habla de consenso regional? De los temores a las interferencias externas de México y de Venezuela. O de la desconfianza del Brasil en la oposición peruana. O del principio de soberanía al cual quedó atado Chile con tal de repatriar a Pinochet. O de las dudas de la Argentina frente a la posibilidad de que se desvirtúe la democracia en todo el continente. ¿No será mejor, entonces, que hable de disenso regional?

En el Perú, según el razonamiento brasileño, terminó ganando el malo conocido: «Limpia o no, hubo una elección, Alejandro Toledo (el candidato opositor) se retiró y Fujimori fue elegido», concluyó el presidente Fernando Henrique Cardoso, amante de las simplificaciones. En el otro extremo, limpia o no, hubo una dictadura en Chile, Garzón no pudo extraditar a Pinochet a Madrid y los jueces chilenos podrían haberse lavado las manos.

Si todo fuera como lo plantea Cardoso, el ex canciller guatemalteco Eduardo Stein, jefe de los observadores de la OEA en el Perú, debió quedarse en casa. O buscar otro empleo. Menos complicado que lidiar con la verdad frente al realismo mágico de quienes, supuestamente, debieron evaluar con respeto, no con prejuicios, el resultado de la misión. Que coincide, casualmente, con otros de organismos no gubernamentales.

De todos ellos, Fujimori puede mofarse ahora. O cantar como los mariachis a Pinochet: «Pero sigo siendo el rey». Música para sus oídos ha sido el insólito reconocimiento de del general José Villanueva Ruesta, jefe del Comando Conjunto de las Fuerzas Armadas: «Cuenta usted con nuestra disciplinada subordinación, acrisolada lealtad y máximo profesionalismo».

Siempre listos, mi comandante supremo, quiso decirle, como en la jornada gloriosa de 1992 en que Fujimori clausuró el Congreso. Ahí reside su poder, más que en las urnas, después de haber descabezado al terrorismo, mientras la OEA, vacilante, se propone fortalecer una democracia imperfecta con aspecto de unicato perfecto. Envidia de otros demócratas latinoamericanos, desaforados.



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