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BOGOTÁ.– Desde que la policía colombiana descubrió en agosto de 1999 que una banda de narcos había sacado del país media tonelada de heroína por medio de una compañía que prestaba servicios terrestres a American Airlines en Miami, algo comenzó a oler mal. O peor que antes. Y no en Dinamarca, precisamente.
Era la señal de que los carteles de Cali y de Medellín, últimamente sombreado su infame monopolio por competidores desleales de México, operaban con libertad y alevosía no sólo en Colombia, sino también en uno de los aeropuertos de mayor movimiento, y seguridad, del mundo. Y que, en su afán de remozar de inmediato el sistema de distribución, iban a sustituir en forma paulatina los contenedores por las mulas (pasajeros que transportan pequeñas cantidades).
El tráfico hormiga, sin embargo, no alcanza a cumplir con la demanda, cada vez más exigente, del 75 por ciento de la cocaína que se consume en todo el planeta. Made in Colombia. Es decir, cerca de 165 millones de toneladas. Lo cual habla por sí mismo de la complicidad de las aduanas y, en casa, de la impunidad de los carteles.
Impunidad que legitimaron los diputados que absolvieron el 13 de junio de 1996 a Ernesto Samper, acusado de haber recibido dinero del Cartel de Cali (algo así como seis millones de dólares) en la campaña electoral de 1994. Fue, un mes después, el primer presidente latinoamericano en ejercicio al que los Estados Unidos dejaron sin visa.
Una vergüenza. El juicio del siglo terminó siendo una intrascendente mojiganga, según Mario Vargas Llosa. Herencia con la que lidia desde 1998, cual estigma, el actual presidente, Andrés Pastrana, impotente contra un frente interno en el que la guerrilla y los paramilitares comen de una misma mano que, más atenta a intereses mezquinos que a causas filantrópicas, no hace más que dividir para reinar. Los narcos demuestran de este modo, descarnado, que no necesitan estar en el poder, como pudo ocurrir con Samper, para ejercer el poder.
El frente externo tampoco ayuda. En especial, los vecinos latinoamericanos. Es como si cada uno atendiera lo suyo, esperando que el Congreso de los Estados Unidos apruebe en un año electoral una asistencia récord de 1600 millones de dólares, mientras las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), dueñas de los 42.000 kilómetros cuadrados de territorio que recibieron a cambio de nada, crean un partido político clandestino de ideario anticuado, el Movimiento Bolivariano por la Nueva Colombia, y se disponen a dictar justicia a su manera y a encarar una reforma agraria con la consigna setentista de desalambrar. Va por el mismo camino el Ejército de Liberación Nacional (ELN): goza del reconocimiento tardío del gobierno, con su propio enclave, como parte de las negociaciones de paz.
¿De paz? Es de locos, en realidad. Tanto que las FARC, o el ala bolivariana que parece rendir tributo a Hugo Chávez después de su vano intento de terciar entre ellas y Pastrana, ya pidieron una moratoria o una condonación de la deuda externa (del orden de los 20.000 millones de dólares) y anunciaron un impuesto, o vacuna, del 10 por ciento a aquellos cuyo patrimonio supere el millón de dólares. De legalizar el secuestro como derecho, más que como industria, se trata. Y de dejar en claro que existe un Estado dentro del Estado, o fuera de él.
Esto significa, por ejemplo, que un hipotético capitalista interesado en invertir en Colombia puede solicitar una audiencia con Pastrana, en Bogotá, pero no debe soslayar otra con el jefe de las FARC, Pedro Antonio Marín, alias Manuel Marulanda, alias Tirofijo, el guerrillero más vitalicio del mundo, o con su segundo, Jorge Briceño, alias Mono Jojoy, en San Vicente del Caguán, o con sus pares del ELN (llamados elenos), o con los paras, o con los narcos en última instancia, con tal de no verse perjudicado, después, con una doble imposición a punta de fusil o con cosas peores.
Ni qué hablar de los mismos colombianos. Presos en las ciudades por miedo a aventurarse en carreteras que podrían conducirlos al cadalso. Presos del desempleo y de la recesión. Presos sus hijos, carne de cañón en una guerra sorda y ajena en la cual son víctimas, por un lado, y victimarios, por el otro: 28 chicos han sido asesinados en los tres primeros meses de este año por la guerrilla y los paramilitares.
Presos todos, en definitiva, en un país secuestrado cuyo gobierno amenaza con un referéndum que promovería el cierre del Congreso con tal de terminar con la corrupción, y cuyo Congreso, asimismo, replica con otro referéndum que, cual amenaza, promovería la destitución de Pastrana con tal, también, de terminar con la corrupción.
Corrupción en ambos poderes que, en medio del mayor escándalo legislativo desde el juicio político de Samper, arrastra con la furia de un huracán la cabeza del secretario general de la Presidencia, Juan Hernández, hombre de confianza de Pastrana, por beneficiar con contratos millonarios a la compañía de su mujer y de su suegro. Y que obra como obstáculo entre los congresistas norteamericanos, republicanos en su mayoría, para la asistencia millonaria que impulsa Bill Clinton: temen que vaya a parar a los bolsillos de los militares, acechados por sospechas de violación de los derechos humanos.
A su manera, los narcos (con la guerrilla y los paramilitares como meras excusas) están realizando su propia limpieza étnica en Colombia. Que no tiene relación con el color de la raza, como en Kosovo, sino con el color del dinero. Pero Colombia no es Kosovo y América latina no es Europa. Ley del último recurso sería una intervención militar, ya sea multilateral (con el aval de las Naciones Unidas y de la Organización de Estados Americanos, digamos) o unilateral (de los Estados Unidos, por su cuenta y riesgo). Es una posibilidad descabellada, salvo que Pastrana pida auxilio a gritos.
Clinton puede advertir sobre el peligro regional que implica el caos en Colombia, pero, en el último tramo de sus dos mandatos consecutivos, difícilmente vaya más allá del reclamo formal de fondos al Congreso. Y su sucesor, el próximo presidente norteamericano, sea Al Gore, sea Bush Junior, difícilmente se exponga demasiado en el comienzo de su gestión.
Es un mal año para Colombia. Por las elecciones mexicanas: ningún presidente aceptaría en crudo cualquier iniciativa de los primos del Norte por temor a fomentar el intervencionismo. Por las elecciones venezolanas: Chávez, ofendido por el rechazo de Pastrana a su oferta de mediar en el conflicto, dice que se arregle como pueda. Por la renuencia del Brasil a cuidar algo más que su frontera caliente. Por la necesidad del gobierno argentino de diferenciarse del anterior, sobre todo de evitar el mote de carnales en sus relaciones con los Estados Unidos. Por la segunda vuelta del Perú; por el golpe aún latente del Ecuador; por la crisis de Bolivia. Por las transiciones de Chile y del Uruguay. Por el desgobierno del Paraguay.
Por no querer admitir, quizá, que la droga, como Maradona, es un problema de todos. Cual enfermedad fatal que uno pasa por alto hasta que un familiar, o uno mismo, cae en cama. O en coma. Por más que agosto de 1999 pudo ser descubierto un cargamento en Miami mientras, tal vez, sucediera lo mismo, en forma inadvertida, en el aeropuerto de la otra cuadra.
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