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Engañoso era todo hasta que ardió Kosovo. Tan engañoso que varios revisionistas se habían apresurado a encasillar el siglo XX entre 1914, por el comienzo de la Primera Guerra Mundial, y 1989, por el fin del Muro de Berlín. Demasiada prisa demostraron, de ese modo, en su afán de adelgazar la centuria a sus tres cuartas partes: apenas 75 años. No habrán imaginado que algo más iba suceder. Algo más, no por mera casualidad, en donde signaron el principio, los Balcanes.
La balcanización, sin embargo, no respeta fronteras ni, muchos menos, caprichos del calendario. Es, hoy por hoy, el reverso del mundo homogéneo, sin altibajos, que promueve la globalización. Da fe de ello el caos en el que viven, o sobreviven, albaneses y serbios en la provincia yugoslava después de haber huido por igual, aunque en dirección opuesta, de los misiles de la alianza atlántica (OTAN), más que de sí mismos.
La guerra, o represalia, en la que Occidente privilegió por primera vez en la historia los derechos humanos sobre los soberanos, arrojó un saldo abrumador de víctimas: 5000, de un lado; cero, del otro. Y de puentes y de edificios pulverizados, y demás calamidades, pero, como correlato de ello, no pudo sofocar los excesos de un dictador con legitimidad democrática, Slobodan Milosevic, ni ha sido capaz de mitigar el odio entre unos y otros.
Odio que, como los daños colaterales, no data de 1999, ni de 1989, ni de 1914. Odio que provocó en 1389, en Kosovo, una guerra entre el príncipe cristiano Lazar y el sultán otomano Murad I, respaldado por Rusia, y que, remozado ahora, saca chispas fuera de los Balcanes. Los conflictos étnicos, religiosos, culturales y, en última instancia, nacionales no estaban muertos, sino disimulados debajo de la alfombra.
Que Joerg Haider, el último (no el único) nostálgico de las atrocidades nazis, haya dado un paso al costado del falso Partido de la Libertad, de Austria, no significa nada. Que los rusos hayan hecho estragos en Chechenia, creando su propio Kosovo sin participación extranjera por la amenaza que implicaba que alborotaran el segundo nido nuclear del planeta, significa mucho, pero la misma OTAN procuró que no significara nada. Tampoco quiso que significaran mucho la explosión de xenofobia en El Ejido y los atentados terroristas de la ETA en vísperas de las elecciones de España.
Son casos puntuales. El problema, o el significado, radica, más que todo, en una coincidencia que va más allá de los límites nacionales: el regreso de los muertos vivos. De los fantasmas de una intolerancia que, acaso anestesiada, acaso maquillada con una doble moral, reparaban sólo en las discrepancias entre árabes y judíos en Medio Oriente mientras África, olvidada, continúa a la buena de Dios.
Los conflictos europeos comparten el origen: la discriminación de grupos afines por nacionalidad, raza, religión y, sobre todo, hambre (llámense albaneses en Yugoslavia, chechenos en Rusia o marroquíes en España). Son una bomba de tiempo en un continente cuya baja tasa de natalidad vislumbra a mediano plazo (dos o tres décadas, digamos) la necesidad de la mano de la obra barata que hoy demoniza. Sólo el Vaticano, con su prédica en favor de la integración, trató de lograr un acercamiento. De romper con siglos de reyertas entre cristianos y musulmanes.
Pero es como si Europa negara el pasado y, a la vez, el futuro. ¿Por qué aparece Haider? ¿Por qué sigue en pie Milosevic, avivando el fuego por el que abrió fuego la OTAN? ¿Por qué Vladimir Putin y su guerra contra Chechenia, o represalia, tiene tanta popularidad en Rusia, tendiendo una suerte de cortina de hierro, en alianza frondosa con China, que evoca una inquietante melancolía del imperialismo zarista y del poderío soviético?
Si Boris Yeltsin no hubiera estado tan cercado por las sospechas de corrupción y los quebrantos económicos que tumbaron sus anhelos de perpetuarse en el Kremlin, Rusia habría intervenido con gusto en defensa de sus hermanos eslavos del Sur. Es decir, de los serbios. Y, entonces sí, sus presagios agoreros de una tercera guerra mundial, en cuanto estalló Kosovo, habrían extendido indefectiblemente el siglo XX hasta bien entrado el XXI.
¿Qué terminó, entonces, en 1989? Cayó un símbolo ideológico, en todo caso, pero perduró el odio. La división. División que ni Alemania, con su unificación, ha podido vulnerar. Esto recién empieza. La pelea, según Thimoty Garton Ash, profesor del St. Anthony’s College, de Oxford, pasa ahora por la efectividad del intervencionismo progresista, como lo llaman sus partidarios, o del imperialismo liberal, como lo llaman sus detractores.
El resultado de la guerra que libró la OTAN en Kosovo depende, casi un año después del comienzo, el 24 de marzo, de un poder de policía que no existe. De tanques que no pueden con las riñas callejeras ni con el orden del tránsito. Depende, asimismo, de 40.000 soldados extranjeros, enrolados en la fuerza multinacional Kfor, que no dan en la tecla en su intención de administrar, ya no apagar, las ansias de venganza de los desplazados: 49.000 albaneses y 3000 serbios.
Separados, en la ciudad de Mitrovica, por un puente (“de la vergüenza”, su nombre), cual resabio del Muro de Berlín, mientras campea, vigorizado por la victoria, el Ejército de Liberación de Kosovo (ELK), versión local de la ETA o del IRA. Despojado, poco antes de que cayeran los primeros misiles, de la cruz de haber sido tildado de terrorista por el gobierno norteamericano, eje de la OTAN. Otra curiosidad.
Un eventual fracaso de la cruzada de Occidente en Kosovo terminaría dando la razón a los malos de la película. A Milosevic, por ejemplo. Y no haría más que favorecer a aquellos que, como él, creen que pueden pisotear los derechos humanos de las minorías. Chechenia, con sus fosas comunes, es algo así como dos pasos atrás después de haber avanzado uno. El Ejido, a su vez, es un incendio degradado a cortocircuito. Y Haider, bueno… Es una desgracia.
Europa, como ocurrió en Kosovo, se enfrenta de nuevo a sí misma. A la democracia que, como tal, no puede contradecirse, siendo autoritaria, con tal de impedir que seres poco recomendables para sentar a la mesa familiar, como los hijos espirituales de Hitler, de un lado, y de Stalin, del otro, ganen elecciones.
Lo mismo, salvando las distancias y las diferencias, se da en América latina con militares golpistas, como Hugo Chávez y Hugo Bánzer, y civiles poco respetuosos del sistema, como Alberto Fujimori, que, frente a la crisis de los partidos políticos, ocupan espacios. Y también ganan elecciones. Con el déficit, en nuestro caso, de congresos tímidos, avasallados por la tradición presidencialista, y con una unidad que, con su Mercosur y su Pacto Andino, ve más fallas que aciertos en el modelo europeo.
Será que todo era engañoso. Que el siglo XX se obstina en no terminar, por más que las bombas de estruendo (menos dañinas que los misiles, por cierto) hayan dado la vuelta de hoja crucial, sin reparar en las fronteras, de un calendario tan errático como la vida misma. O será que la centuria que comenzó en 1914, según los revisionistas, no terminó en 1989. ¿Durará exactamente 100 años? Dios nos guarde.
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