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La están pasando mal. Pésimo. Pero no reúnen las condiciones de Kosovo, con una etnia perseguida por un dictador con máscara de demócrata que se aisló del mundo, ni están en Europa. Les falta un Milosevic, con recomendación de captura internacional y recompensa por su cabeza, que amenace los intereses de las grandes potencias. El general Wiranto y la corte del caído Suharto no están a su altura.
La diferencia entre Timor Oriental y Kosovo, según me explicaba un diplomático de las Naciones Unidas (ONU), radica en que el presidente de Indonesia, B. J. Habibie, a diferencia de Milosevic, no vedó la posibilidad de que la gente se pronunciara sobre el status de la isla ni cerró la puerta de su país frente a las narices del mundo.
Ocho de cada diez personas se inclinaron por la independencia en el referendum del 30 de agosto. El dilema, ahora, es que que Habibie no puede impedir la barbarie que consuman a machetazos los paramilitares, indignados con el resultado. O no quiere. O no lo deja un ejército que, como se dio cuenta Bill Clinton después de varios días de atrocidades, no mueve un dedo para detener a los paramilitares.
De derechos humanos se trata en Timor Oriental. Pero lo mismo que Kosovo no es igual que Kosovo. O tiene otros matices. O habla de una doble moral. Y la ONU, con sus recurrentes limitaciones, no puede frenar desde la mole que ocupa en Manhattan a expensas de las cuotas atrasadas de su mayor contribuyente, los Estados Unidos, una crisis que deja a 800.000 personas, o las que queden, a merced del odio y del rencor que mutila, masacra, incendia. “Nos van a matar a todos”, aventuró una monja. Puede que ya no esté con vida.
Paciencia, entonces, mientras los paramilitares, liberados a la fuerza de los ojos y de los oídos del planeta, consuman la brutalidad, liquidando, en especial, miembros de la Iglesia Católica, vanos los reclamos del Papa de una pronta intervención, y partidarios de la independencia en un territorio en el que el Premio Nobel de la Paz al obispo Ximenes Melo y al pregonero independentista José Ramos Horta no bastó para alcanzar la paz.
Lo raro no ha sido la actitud de la ONU, humillada por el sitio de su misión e impotente desde Kosovo y desde que Clinton descargó su cólera por el escándalo Monica Lewinsky, en diciembre de 1998, contra el régimen de Saddam Hussein por impedir el ingreso de inspectores del organismo en los palacios en los que oculta su arsenal de armas químicas y biológicas.
Lo raro, en todo caso, ha sido la mirada de búho, estática, casi desconsolada, del otro bloque que suele usarse como espada y escudo a la vez en situaciones de conflicto, la comunidad internacional, mientras los Estados Unidos, divorciados del papel de policía del mundo que, quieran o no, terminaron de validar en Kosovo, no ven afectado su interés nacional y, por ello, prefieren no verse involucrados en forma directa.
Hasta coincidieron con China en el Consejo de Seguridad de la ONU, algo curioso por sí mismo por las chispas que suelen sacarse desde la Guerra Fría, en deslindar la responsabilidad en el gobierno de Indonesia.
La única medida que adoptaron, la interrupción de las relaciones militares con Indonesia, siempre distantes, es una pena leve, imperceptible. Es apenas un gesto en medio de una emergencia en la cual el sentido común dicta una cosa y la diplomacia, o los intereses en juego, habla de otra.
La isla era una colonia de Portugal hasta la Revolución de los Claveles, en 1974, y quedó anexada a Indonesia en 1975, con el aval tácito, un año después, de Australia y de los Estados Unidos con tal de mantener el orden en la región. Grueso error.
La ONU, a su vez, ya acordado el referendum con Portugal, confió la seguridad a Indonesia, la cuarta nación más poblada del mundo y la tercera pata del pacto. Grueso error también.
Hasta ahora, desde que comenzó la carnicería, todas han sido advertencias, pero, en verdad, la llamada comunidad internacional tarda tanto en reaccionar en defensa de los que huyen de Dili, la capital, que la isla, rica en petróleo, ya podría haberse hundido. Nadie se habría enterado.
Idéntico efecto habría surtido una maldición divina o la promesa del castigo de los dioses mientras el gobierno de Habibie, acosado por presiones de todo tipo, lidia con un Congreso que debería decidir su continuidad en noviembre, algo tan improbable como la nieve en el Caribe, y que, insensible al desastre que campea a 2500 kilómetros de distancia, demora la aprobación del resultado del referendum.
La debilidad de Habibie no comenzó ayer. El ejército contuvo rebeliones separatistas en Aceh, al norte de Sumatra, y en Irian Jaya, en el sector occidental de Nueva Guinea. En ambos casos se vio fortalecido el poder militar en desmedro del poder (¿poder?) político.
La comunidad internacional, mientras tanto, insiste en separar la paja del trigo, Timor Oriental de Kosovo, y, timorata, se toma su tiempo en reaccionar. No son sandías, sino cabezas, las que ruedan a machetazos.
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