Tiempo de revancha




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BELGRADO.– Paz. ¿Paz? Paz no significa fin, sino apenas un intervalo entre la cacería étnica, los misiles de la alianza atlántica (OTAN), el regreso de los refugiados y el éxodo de los nuevos refugiados. Paz, en los Balcanes, no significa nada.

Es, en todo caso, una sucesión de espantos, con casas destruidas por bombas o saqueadas por bestias, tumbas colectivas y muertos vivos que claman venganza a pedrada y balazo mientras se marchan los serbios y sus últimas tropas de Kosovo.

Los albaneses que han sufrido la violación de sus mujeres y la deportación de sus familias, enrolados en el Ejército de Liberación de Kosovo (ELK), podrán deponer ahora las armas, pero, seguramente, conseguirán otras con tal de aventar fantasmas.

Los otros, los serbios, podrán irse ahora, mordiendo polvo y cólera por la derrota, pero, seguramente, procurarán volver de algún modo, alentados desde Belgrado por el régimen de Slobodan Milosevic, el ultranacionalista Vojislav Seselj y el Santo Sínodo de la Iglesia Ortodoxa Serbia, mientras Rusia, el único confidente confiable, busca un lugar en Kosovo (en el mundo, en realidad) tras una guerra en la que amaneció con tos y aún no encuentra remedio para la gripe.

Demasiados odios que parecían congelados, como la mismísima Guerra Fría, despertó la intervención de la OTAN, con la absurda voladura de la embajada de China en Belgrado como nuevo estigma en la relación bilateral siempre tirante con los Estados Unidos, y la tardía reacción del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas (ONU), mero garante de una paz de cementerio.

Tardía también ha sido la reacción de los parlamentarios europeos, convencidos ahora, algunos de ellos, de que los misiles no debieron dar en objetivos que no eran estrictamente militares: murieron tres veces más civiles que soldados. El sello OTAN (ergo, los buenos) no justificaba la exageración desde las nubes, por más que los derechos humanos sean más importantes que los derechos soberanos.

¿Y qué hay de las reacciones de Belgrado, con la Iglesia Ortodoxa, tan alejada de la política como del pecado, pidiendo a gritos la cabeza de Milosevic, y el radical Seselj, viceprimer ministro serbio, socio en la coalición gubernamental, sacando los pies del plato después de reprobar el plan de paz en la Asamblea Federal (Parlamento) con tal de evitar la inevitable cesión de Kosovo, tierra santa para ellos? Tardío ha sido todo también.

Timothy Garton Ash, ensayista británico, sugería que Milosevic podría correr la suerte de Galtieri: perder la guerra y, como consecuencia de ello, no tener más remedio que renunciar. No reparó en que Kosovo no son las Malvinas, los albaneses no son los kelpers, Yugoslavia no es la Argentina, la OTAN no es sólo Gran Bretaña y, en última instancia, Milosevic no es Galtieri.

Debajo de Milosevic, si se adelantan las elecciones, no hay una figura capaz de sucederlo. O sí, Seselj, pero sería más drástico aún con los albaneses: promovería una suerte de invasión serbia a Kosovo, sembrando más tempestades que las recogidas con la limpieza brutal del gobierno y el lampazo higiénico de la OTAN en un país que vota por etnias, no por pragmatismo o carisma de sus candidatos.

Los reclamos de democracia no son serbios, sino externos, en un continente que se debate entre el amor y el odio a la hegemonía norteamericana. Milosevic y su aparato de propaganda insinúan que Kosovo sigue perteneciendo a Yugoslavia. Bueno, lo dicen los papeles de la ONU, afirman. Y tienen razón. Pero ni la letra chica describe la realidad de una derrota teñida caprichosamente de victoria sólo por la resistencia de gente que corría a los sótanos al son de las sirenas.

Pesan el trauma y el desencanto, con el desempleo en alza y el ánimo en baja, mientras Milosevic trata de mostrarse como el hombre que el país necesita. Es insólito. Perdió la guerra y, sin embargo, se perfila como el gran vencedor. No pagó tan cara la derrota, por cierto.

Lo hicieron los vecinos que no tenían suficiente con sus problemas, como Albania (con sus compatriotas en desgracia), Macedonia (en busca del siempre delicado equilibrio entre eslavos y albaneses), Montenegro (la otra pieza que queda de Yugoslavia, además de Serbia) y Bulgaria (con una batalla interna entre el gobierno y la población por haber colaborado con la OTAN).

Los misiles, excesivos a falta de un plan que contemplara el ingreso inmediato de tropas terrestres, no hicieron más que ahondar las diferencias añejas entre ellos, meter miedo entre los yugoslavos (detestan aún más a Occidente) y despertar la ira de Rusia, país que se resiste a ser tratado como el pariente pobre de una familia rica.

Su correlato, la vuelta de los albaneses a Kosovo después de los 78 días de bombardeos que demandó el primer conflicto militar por razones humanitarias desde la Guerra Fría, dejó en claro que no pueden convivir con los serbios.

Ni el ejército más grande del mundo, acaso la OTAN, podría prevenir la venganza de un huérfano o de un viudo, si no de una viuda, en alguno de los laberintos que encierra Kosovo. Son soldados, no policías. Los cañones no suelen derribar moscas.

Los kosovares, por si fuera poco, padecen sus propios cortocircuitos. El ELK, de formación guerrillera, conserva facturas pendientes con Ibrahim Rugova, el líder de la Liga Democrática cuyo pacifismo le reportó el mote de Ghandi de los Balcanes. No le perdonan que haya estado en la televisión serbia con Milosevic en medio de las persecusiones y de las matanzas de sus hermanos.

¿Paz? No tienen paz, en definitiva.



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