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Seis meses y unos días después del comienzo de la guerra en Ucrania, Rusia prevé reforzar sus tropas: Vladimir Putin firmó un decreto para aumentar un 10 por ciento el número de efectivos en 2023. Indicio de la duración indefinida de la operación militar especial, como la llama el Kremlin. Iba a ser relámpago y terminó siendo eterna. En la guerra, incorporada en el ideario colectivo como un tsunami fraticida después de la tormenta pandémica, coexisten la violencia en el frente de 2.400 kilómetros y la normalidad en los cafés de Kiev, como observan los corresponsales extranjeros.
Lo usual en todo conflicto: la naturalización como si no hubiera un mañana. “Es una guerra que se libra en trincheras y duelos de artillería, pero definida en gran parte por los caprichos políticos de norteamericanos y europeos, cuya disposición a soportar la inflación y la escasez de energía podría determinar la siguiente etapa”, concluye The New York Times. En apenas medio año, Putin logró acallar a la disidencia interna. Su par ucraniano, Volodymyr Zelensky, optó por reforzar la resistencia en lugar de aceptar la oferta de asilo de Estados Unidos. La comunicación pasó a ser su arma más eficaz, además de la ayuda de sus aliados occidentales.
Antes del 24 de febrero, el primer día de la invasión, Ucrania era una democracia de baja intensidad que, como su vecina Rusia, ejercía una fuerte vigilancia de los medios de comunicación. La guerra creó un nuevo paradigma con 34.000 militares muertos en ambos bandos y más de 13 millones de desplazados y refugiados ucranianos. En este lapso, Ucrania perdió el control de una quinta parte de su territorio. Fueron destruidos 130.000 edificios, 188.000 vehículos particulares y 25.000 kilómetros de caminos, según la Escuela de Economía de Kiev. La reconstrucción podría costar unos 200.000 millones de dólares.
En estos seis meses de reportes casi diarios de atrocidades, el mundo pareció frotarse los ojos frente al acuerdo entre ambas partes para la salida de buques de carga ucranianos con toneladas de granos por el Mar Negro
La narrativa estatal rusa admite ahora que la incursión inicial subió varios decibeles por la ofensiva económica de Occidente por medio de sanciones. De victimario a víctima, rasgo común en los autócratas de toda laya, Putin pretende contar en 2023 con 2.039.758 miembros de las fuerzas armadas, incluyendo 1.150.628 soldados. En Rusia, los varones de 18 a 27 años deben cumplir un año de servicio militar. Son reclutados dos veces por año: en el otoño y en la primavera boreales. Gran parte lo evita. Sobre todo, en las grandes ciudades. Aducen razones de salud o estudios universitarios.
¿Bajas? Al 25 de marzo, un mes y un día después de la invasión, 1.351. Estimación oficial rusa que Occidente multiplica por 10 o 20. Del lado ucraniano, 9.000 muertos entre militares y civiles. En Bucha, cerca de Kiev, los parroquianos siguen enterrando a los fallecidos durante el mes que duró la ocupación rusa. Otro tanto ocurre en Mariúpol, ciudad sureña, a la vera del Mar de Azov, prácticamente pulverizada. En los ocho años de conflicto entre Ucrania y las fuerzas respaldadas por Rusia desde la anexión rusa de la península de Crimea en 2014, las pérdidas han sido cuantiosas por el celo ruso ante la intención de Ucrania de ser miembro de la OTAN.
En estos seis meses de reportes casi diarios de atrocidades, el mundo pareció frotarse los ojos frente al acuerdo entre ambas partes para la salida de buques de carga ucranianos con toneladas de granos por el Mar Negro. Algo sensato que pareció ser un milagro. El acuerdo fue alcanzado sobre la enclenque mesa de negociaciones que tendió bajo el alero de la ONU el presidente de Turquía, Recep Tayip Erdogan. Un oportunista que vio el resquicio para mostrarse conciliador después de levantar el veto para el ingreso en la OTAN de Finlandia y Suecia a cambio de la cooperación de ambos países en su lucha interna contra el independentismo kurdo.
Ni Rusia ni Ucrania ni la ONU ni la Unión Europea ni Estados Unidos ni otros involucrados como China y Turquía están en condiciones de controlar el conflicto
Si la Guerra de Corea, la primera de la era de la Guerra Fría de 1950 a 1953, y la crisis de los misiles de Cuba en 1962 establecieron sus normas, la guerra en Ucrania fijó las suyas y, a su vez, entraña un peligro. El de un desastre nuclear. Ucrania desconectó por primera vez en la historia la red eléctrica de la central de Zaporiyia, ocupada por fuerzas rusas, debido a ese riesgo y el de los bombardeos. “El poder militar no se trata sólo de las armas de una nación y la habilidad con la que se utilizan, sino también de los recursos del enemigo y de las contribuciones de aliados y amigos”, concluye Lawrence Freeman, profesor emérito de estudios de guerra en el King’s College de Londres.
Rusia y Occidente se acusan mutuamente de haber cruzado líneas rojas. Uno, Rusia, acusa al otro, Occidente, de brindar asistencia militar a Ucrania. El otro acusa a Rusia de haber vulnerado la soberanía de Ucrania con la anexión de las llamadas repúblicas populares de la región del Donbass, independizadas por la Duma (Parlamento ruso) con el guiño de Putin, y de cometer crímenes de lesa humanidad. Nadie controla el conflicto. Ni Rusia ni Ucrania ni la ONU ni la Unión Europea ni Estados Unidos ni otros involucrados como China y Turquía están en condiciones de hacerlo.
Mientras Occidente interviene sin pisar el territorio ucraniano para no desatar la mentada Tercera Guerra Mundial, Rusia quema cuatro millones de metros cúbicos de gas y pierde 10 millones dólares por día por el recorte del suministro a Europa; amenaza con medidas punitivas contra Lituania, miembro de la OTAN, y explota la rediviva crisis de los Balcanes entre Serbia y Kosovo por el abrupto renacimiento del nacionalismo en los cuatro puntos cardinales. El decreto de Putin para el fortalecimiento de sus tropas no explica cómo se hará, pero autoriza el gasto en el presupuesto. El presupuesto de una guerra sin fin.
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