Escocia: no, sí, ni




No, gracias
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Más allá del resultado negativo del referéndum por la independencia del Reino Unido, buena parte de los escoceses dejó en claro que quiere vivir aparte

En 1752, Inglaterra adoptó el calendario gregoriano. El jueves 14 de septiembre vino después del miércoles 2 de septiembre. En Escocia hubo disturbios. “¡Devuélvannos nuestros once días!”, gritaban. Ingleses y escoceses, unidos desde 1707, discrepaban por el tiempo. Dos y siglos y medio después, la disputa continuaba. Esta vez, por el afán de los ingleses en adelantar los relojes una hora durante todo el año, quitando una hora de luz por la mañana y sumándola por la tarde. De nuevo estallaron los escoceses, renuentes a dejarse convencer por jugadores de cricket, propietarios de tabernas, criadores de perros y ambientalistas interesados en ganarse la hora extra.

Como Estado Independiente, Escocia se consolidó en las guerras de la independencia contra los anglos entre finales de siglo XIII y comienzos del siglo XIV. La batalla que más recuerdan los escoceses, la de Bannockburn, fue en 1314, hace justo 700 años. La fecha simbólica del referéndum por la independencia, 2014, no es casual. Fue pactada en 2012 con el gobierno conservador de David Cameron tras la victoria en las parlamentarias del Partido Nacional de Escocia, liderado por Alex Salmond. La consulta sólo podía hacerse con la venia de Londres, acaso confiado en que iba a ser coronada de inmediato por una abrumadora respuesta negativa.

Salmond logró postergarla un par de años. El tiempo jugó a favor de los escoceses. “¿Debería Escocia ser un país independiente?”. Esa era la cuestión, respondida con el no por más de la mitad de los 4,2 millones de electores, entre los cuales había 400.000 ingleses y unos cuantos norirlandeses, galeses, europeos de los otros 27 Estados miembros y ciudadanos de 52 países de la Comunidad de Naciones (organización internacional heredera del Imperio británico). Escocia nunca estuvo tan cerca de gestionar sus recursos, fundamentalmente su petróleo y su gas en el Mar del Norte, aunque mantuviera a Isabel II como monarca y a la libra como moneda.

Tanto el conservador Cameron como el viceprimer ministro liberal demócrata Nick Clegg y el líder laborista, Ed Miliband, procuraron impedir el avance de la secesión escocesa en un intento de recomponer la unidad. La suspensión de la sesión de control del gobierno, cita irrenunciable en Londres, reveló el grado de preocupación que despertó el referéndum. Hasta el líder del partido ultranacionalista británico UKIP, Nigel Farage, hizo campaña en Escocia por el no. La derrota hubiera significado el final de la carrera política de Cameron y la pérdida del mayor granero de votos de los laboristas. Ambos perdieron, en realidad. Y no sólo tiempo.



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