Niña guerrillera, con FARC desde los 12, vive para contarlo




El autor con Martha González en el campamento de las FARC
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En el campamento, a la vera de las montañas del sur de Colombia, Martha González se levantaba a las 4.20 de la mañana, tomaba un tinto (café) y, si no tenía pendientes, arreglaba sus cosas. A las 6 servían el desayuno (chocolate y arepa). A las 12, el almuerzo (frijoles, arroz, arvejas y jugo de mora). A las 5 de la tarde, la cena. Y a las 8 se iba a dormir. De los camaradas, a los cuales comparaba con “mamá y papá”, recibía maquillaje y esmalte. “Los civiles no me llaman la atención, pero, por ser guerrillera, no dejo de ser mujer”, me explicó. Tenía 26 años en 2000. Había pasado más de la mitad de su vida en las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC).

Juraba Martha González, mientras sus compañeros iban y venían a nuestras espaldas con los fusiles en posición de siesta, que no tenía miedo. Que se sentía en casa. Que nada malo podía pasarle. “Ingresé en las FARC a los 12 años, después de que los militares asesinaron a mi padre”, me contó sin soltar en ningún momento el fusil R-15, cruzado sobre una mesa endeble. Desconfiaba hasta de su sombra. Estábamos en Inspección Los Pozos, caserío perdido en la pegajosa selva de San Vicente del Caguán. Era el epicentro del área liberada por el presidente colombiano Andrés Pastrana para entablar los vanos diálogos de paz con las FARC.

El padre de Martha González era agricultor. Lo había matado el ejército en circunstancias confusas cuando ella era adolescente. Debía optar entre acatar las órdenes de Tirofijo, el líder histórico de las FARC, o rezar por la cosecha. El uniforme, así como la pertenencia a uno de los bandos en conflicto, le daba una sensación de poder que jamás hubiera tenido en las plantaciones. En esa disyuntiva, aparentemente más frecuente en África, aún se ven niños y adolescentes en los arrabales de América latina.

Son la franja más relegada y expuesta a la violencia, según datos de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal) recogidos por la Red Latinoamericana y del Caribe por la Defensa de los Derechos de las Niñas, Niños y Adolescentes. En Colombia, según el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF), grupos armados como las FARC y el Ejército de Liberación Nacional (ELN), así como los paramilitares, aprovechan las vacaciones escolares, sobre todo el mes de enero, para enlistar a menores de edad. Les crean falsas expectativas. De noviembre de 1999 a noviembre de 2012 han sido recuperados 5.052 niños y adolescentes.

Martha González no recibía paga alguna de las FARC, pero, me dijo, gracias a ellas había completado su educación primaria. Usaba pulseras, aretes y anillos plateados, y las uñas pintadas de rosa furioso. No se atrevía a cambiar el uniforme por un vestido o un jean. Cada tanto acariciaba el fusil, lustroso como el revólver, el cuchillo, las granadas y las balas que llevaba en la pechera. Tenía novio (o socio, como insistía en llamarlo) desde hacía cinco años. Era un guerrillero de su edad. Con él bailaba vallenato y escuchaba música cubana o colombiana (Silvio Rodríguez, no Shakira). No podían ir al cine, por ejemplo. “Sería peligroso”, caviló.

Tan peligroso, quizá, como quedar embarazada y tener un hijo; habría sido relegada. Sus únicos contactos con el exterior eran la televisión y las visitas periódicas de su madre y sus dos hermanos, menores que ella. “Están muy contentos conmigo”, sonrió, orgullosa. “Con mi socio (novio) pensamos igual. Puedo sentir pereza cuando un camarada me da una orden, pero sé que debo cumplirla. Y ya. A nosotros nunca nos golpean ni nos maltratan como en el ejército burgués. Las sanciones son, en todo caso, más trabajo, como lavar los platos”.

­­–¿Estuviste alguna vez en combate? –le pregunté.

–Seguro.

–¿Disparaste?

–Claro.

–¿Le diste a alguien?

–Eso nunca se sabe –vaciló.

–¿Qué harías si, de pronto, te encuentras con un soldado?

–Soy guerrillera y estoy preparada para la acción. Si me tira primero, no tendría tiempo de nada. Si no lo hace, podríamos conversar.

–¿Conversar?

–Hemos ayudado a varios soldados heridos. No los odiamos. Ellos, en cambio, nos matan si nos ven heridos. Nosotros somos muy humanos.

En Colombia, el conflicto lleva cinco décadas. En América Central, la violencia no terminó con los Acuerdos de Paz de Esquípulas II, firmados en 1987. Las guerras en cuatro países del itsmo, excepto en Costa Rica, se cobraron 350.000 vidas. Dos décadas y media después ha crecido la legión de miembros de las pandillas, llamadas maras. En su mayoría son varones de 15 a 30 años sin sustento ni educación. Presionados por los Estados Unidos, los gobiernos atestaron las cárceles. La mara más famosa, MS-13, restringió el ingreso en sus filas y, como los narcotraficantes colombianos, mexicanos y brasileños, comenzó a coordinar sus actividades desde las celdas.

Las maras, rivales entre sí, gravan impuestos extorsivos como las FARC con sus vacunas. Con ellos les garantizan a los virtuales contribuyentes el derecho de transitar por tal o cual barrio y una pronta liberación en caso de ser secuestrados al azar. Es un seguro de vida que no pagan sólo los ricos, sino, también, los pobres. Ni de ello ni del narcotráfico sabía Martha González, ansiosa por disfrutar su único día libre en la semana con su socio (novio).

–¿Eres feliz? –le pregunté.

­–Más no puedo pedirle a la vida –me aseguró.

Disponía de techo, comida, instrucción y armas. “¿Qué más puedo pedirle a la vida?”, exclamó. Tampoco sabía Martha González que, en medio de la presunta generosidad de sus camaradas, había perdido lo más preciado de su tránsito de la infancia a la pubertad: la inocencia. Era tarde para recordárselo.



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