El remedio es peor que la enfermedad




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Sharon ha emprendido el camino más duro, cerrando toda posibilidad de arreglo en una guerra no convencional

En contra del pragmatismo y de la terrible tendencia hacia la consecución de fines útiles, el primo mayor de Cortázar solía sacarse un pelo de la cabeza, hacerle un nudo en el medio y dejarlo caer suavemente por el agujero del lavabo. Si se enganchaba en la rejilla, bueno, paciencia, debía abrir un poco la canilla para que se perdiera de vista. Sin malgastar un instante, entonces, emprendía la ímproba tarea de recuperarlo.

Es, más o menos, el reflejo de Medio Oriente: el pelo anudado, cual prenda de paz, se ha escurrido por el agujero del lavabo. O de la incertidumbre. Y está enganchado en la rejilla. A poco de perderse en la negrura de las profundidades por la dureza extrema de Ariel Sharon y por el comportamiento engañoso de Yasser Arafat, o viceversa, ante la mediación frustrada de George W. Bush. No deseada desde el comienzo de su gestión. Como si se tratara de una cuenta pendiente de la administración Clinton de la cual no quiso, ni quiere, hacerse cargo.

Ha fracasado tanto en el alto el fuego (Plan Tenet) como en las negociaciones (Plan Mitchell). Ha fracasado, en realidad, en la ponderación del conflicto en sí, por más que los autores de los atentados del 11 de septiembre sean casi hermanos, o primos mayores, del bárbaro de Hamas que se inmoló con 24 israelíes y un turista en el Park Hotel, de la ciudad costera de Netanya, durante la Pésaj (Pascua judía).

En ese momento, indignado por la indiferencia de los 22 países de la Liga Arabe, Sharon decidió sacarse el pelo de la cabeza y hacerle un nudo en el medio. Cayó con él toda posibilidad de resolver el problema de inmediato, dejándose llevar por la ira. Comprensible entre la gente, harta y temerosa de los brutales bombarderos suicidas en sitios públicos. Incomprensible en quien, se supone, iba a garantizar la seguridad y encarrilar, o reencarrilar, el proceso de paz.

Israel descargó el Viernes Santo la réplica más feroz contra la segunda intifada (revuelta palestina). Inaugurada, el 28 de septiembre de 2000, con el provocativo paseo de Sharon por la Explanada de las Mezquitas. Aún no era primer ministro, pero, a los ojos de sus vecinos, no había cambiado desde que, como ministro de Defensa, en 1982, fomentó la invasión al Líbano, a contramano de Ronald Reagan, y permitió las matanzas de Sabra y Shatila.

Ver es creer; sentir es estar seguro. Seguro estaba de que la única forma de enfrentar el terrorismo era acorralar y aislar a Arafat, renuente a condenar, o detener, la rutina de los atentados. ¿Puede? Tanto, tal vez, como Sharon puede descifrar el derrotero del pelo anudado. O del trueque de ojo por ojo, de violencia por violencia, inspirado en los asesinatos selectivos de líderes fundamentalistas.

Lo tiene, sin embargo. Preso. Con la oferta de un boleto ida si pretende asomar la cabeza. Pero el remedio es peor que la enfermedad. En Europa, al menos, la supremacía de los israelíes es algo así como un bumerán: la causa palestina, por más que esté emparentada con la lógica de las bestias que matan muriendo, ha cobrado adeptos por la comparación recurrente de las víctimas con los victimarios. Y continúa el estropicio.

Perdió de vista Sharon que, más allá de los silencios prolongados y exagerados de su archirival, sólo existe una vía para hallar el pelo anudado: retirar sus fuerzas de los territorios ocupados y permitir la demorada creación del Estado de Arafat. Si no, por cada palestino liquidado es posible que aparezcan 10 dispuestos a morir matando.

¿De qué valen las fuerzas desplegadas por Israel en la Ribera Occidental si, en definitiva, deberán retirarse, tarde o temprano, para evitar males mayores? Sharon, veterano de cinco guerras, pretendía humillar a Arafat, pero todo el rédito de la operación ha sido el encono internacional contra él mismo en una guerra no convencional. De un Estado contra otro, digo. Frente a frente. Por más que algunos antecedentes recientes, desde Irak hasta Kosovo, hayan sido ataques aéreos sin riesgo de réplicas.

La seguridad en Israel, prometida por Sharon en su campaña, no depende de uniformes. De tanques. De arsenales. Depende, convengamos, de un acuerdo político, acaso el más difícil del mundo, que avive una esperanza del otro lado de la frontera, de modo de que Arafat, si realmente talla entre los grupos radicalizados, deje de ejercer el papel ambiguo de héroe y villano de la misma película.

Es el pelo en la sopa. No anudado, ni perdido en el agujero del lavabo, si Sharon evalúa, antes de sacárselo, que la oferta de la Liga Arabe, de devolver los territorios ocupados en la guerra de 1967 a cambio de limar las asperezas, evitaría más derramamientos de sangre, propia y ajena, de cara a una perspectiva menos odiosa, y ominosa, que vivir pendientes de un hombre devenido en explosivo, de un lado, o de un misil en la ventana del altillo, del otro.

Arafat es apenas un sobreviviente. Veinte años después de escapar a Túnez mientras un francotirador israelí seguía atentamente sus pasos por las calles de Beirut. Con la orden de no dispararle, impartida por Sharon. Arrepentido, ahora, de no haberlo convertido en un mártir, o algo por el estilo, de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP), madre de la Autoridad Nacional Palestina.

Por ellos, más allá del entusiasmo escaso de Bush en intervenir y en admitir la ligazón entre el caos en Medio Oriente y la voladura de las Torres Gemelas, unos y otros, árabes e israelíes, parecen creer que no existe otra alternativa que no sea matar muriendo o morir matando. Derrotados, o acorralados, en un agujero desde el cual han perdido de vista un virtual arreglo.

No menos daño que los explosivos en el cuerpo provoca el miedo en el alma. En una sociedad democrática, la israelí, que está inclinándose peligrosamente hacia la discriminación y la intolerancia. Y en una sociedad autocrática, la palestina, que está inclinándose peligrosamente hacia la admiración del terrorismo.

Status quo no queda en Medio Oriente. Ni paciencia queda. Ni quedan pelos, en las cabezas de Sharon y de Arafat, capaces de resistir nudos antes de caer suavemente por el agujero del lavabo. Y perderse. Como israelíes y palestinos en la ímproba tarea de recuperar prendas de paz en donde sólo prende la guerra.



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