El horno está para bollos




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La agresión de un alienado contra Berlusconi refleja el desencanto con los políticos

Les recomienda a sus colaboradores el presidente de Francia, Nicolas Sarkozy: “No se vayan de vacaciones de Navidad sin sus guardaespaldas”. ¿Es necesario sacrificar la intimidad en beneficio de la seguridad? Si la seguridad es proporcional al cargo, el aviso es proporcional al peligro. El ministro del Interior, Brice Hortefeux, va con varios vehículos desde su despacho hasta el Elíseo, al otro lado de la calle. De ser igualmente precavido y confiar en el servicio secreto, el primer ministro de Italia, Silvio Berlusconi, no tendría el tabique nasal fracturado, dos dientes rotos y un humor de perros por el “odio de unos pocos”. Desde el 14 de octubre procuran convencerlo sus custodios del “alto” riesgo de ser atacado por un fanático.

En un par de meses, la profecía se cumple. El fanático resulta ser un cuarentón desquiciado y sin oficio, Massimo Tartaglia, que aprovecha un descuido de los guardaespaldas  de Berlusconi para estamparle en el rostro un souvenir de yeso y plástico de la catedral de Milán después de un mitin en la plaza del Duomo. Es el costo de darse un baño de masas  a cuerpo gentil, seguro del “amor de muchísimos italianos”. Cuatro días internado en un hospital y, tras ser dado de alta, varios más de reposo tras la brutal agresión llevan a Sarkozy a temer que ni él ni sus ministros están libres de correr esa suerte.

El “catedralazo” suple al “zapatazo” como método individual de protesta, o señal de impotencia, frente a mandatarios provocadores, no necesariamente impopulares, que polarizan a sus sociedades. Ni la brutal agresión de Tartaglia contra Berlusconi ni el absurdo proceder del periodista iraquí Muntadar al-Zeidi contra George W. Bush, aún presidente de los Estados Unidos, cambian algo: uno, con su estela de corrupción, y el otro, con sus ínfulas  de guerra, contribuyen con pavorosa impunidad al desinterés de la gente en la política en coincidencia con el deterioro de la confianza en los gobiernos, las instituciones y los partidos.

La seguridad, en el caso de Berlusconi, ha fallado en numerosas ocasiones: las parrandas en Villa Certosa son fotografiadas desde una colina cercana durante dos años sin importar si Antonello Zappadu dispara una cámara o un lanzamisiles; veline y prostitutas se mueven a su antojo en el palacio Grazioli, donde captan imágenes y graban diálogos sin control alguno, y Tartaglia se le acerca tanto en Milán que puede liquidarlo en lugar de golpearlo.

Ni él ni Bush, rápidos en atribuir sus errores a los demás, acusan recibo del “catedralazo” y el “zapatazo”. Son víctimas de un demente en cura psiquiátrica desde hace 10 años y un periodista que encuentra en una conferencia la prensa la oportunidad de desquitarse en nombre de su pueblo del mentor de la guerra. Son víctimas de sí mismos, también, por perder contacto con la realidad. El poder, escribe Ernest Hemingway, “afecta de una manera cierta y definida a todos los que lo ejercen”. Tanto los afecta que ellos y otros, muchos otros, se muestran indiferentes frente a signos perturbadores para la democracia, como el aburrimiento, la desconfianza y la apatía del electorado.

Es un fenómeno que no respeta fronteras. Y que, por ceguera, distracción o conveniencia de los líderes, lleva a la gente a participar poco y nada de la democracia, apenas con el voto cuando le toca, mientras los encargados de mejorarla no hacen más que empeorarla hasta convertir los gobiernos, las instituciones y los partidos, pilares del sistema, en compartimentos estancos en los cuales se premia la obsecuencia, se castiga la honestidad, se estimula la mentira, se disimula la corrupción y se honra la mediocridad. El enriquecimiento ilícito no es un delito, sino un mérito,.

Esa idea vaga y general de la política, cada vez más propagada en todo el mundo, lleva a mandatarios como Sarkozy a temer por su seguridad y aconsejar a sus ministros que no prescindan de sus guardaespaldas, no a preguntarse por qué dos de cada tres franceses, a mitad de su gestión, están insatisfechos. Es “el presidente del poder adquisitivo”, como se hace llamar durante la campaña, pero incurre en nepotismo al apoyar la candidatura de uno de sus hijos para dirigir un consorcio público y, entre sus planes, resulta un fiasco la cooptación de miembros de otros partidos, arruinada por los tours sexuales de su ministro de Cultura, Frédéric Mitterrand.

En Europa prima el miedo al terrorismo, el desempleo, la inmigración, la inseguridad y el cambio climático. En América latina, se pregunta el informe  Latinobarómetro, “¿el autoritarismo presidencial es una forma de neo democracia, donde a los presidentes se les otorga el poder total como sustitutos del sistema democrático?”.

Gabriel Hinojosa Rivero, primo del presidente de México, Felipe Calderón, promueve un movimiento cuyo propósito es anular el voto cual reflejo del descontento popular con los políticos. Es un indicio alarmante del “clima de desconfianza” frente al empeño en negar la realidad con guardaespaldas. Y contentarse, como Berlusconi, a sus 73 años, con ser la “estrella de rock de 2009”, según Rolling Stone, por su “estilo de vida inimitable”.



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