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Cuba dominó la V Cumbre de las Américas, pero el problema de los EE.UU. es México
En junio de 2008, el barril de petróleo batió su récord: superó los 140 dólares. La Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP) estimaba con falsa angustia que podía dispararse “a 200, 300 o 400 dólares”. Tonificados con esa perspectiva, exagerada por bancos de inversión incapaces de prever hasta los quebrantos de sus balances, Hugo Chávez amenazaba a los Estados Unidos con precios aún más exorbitantes, Mahmoud Ahmadinejad convertía en euros las reservas de Irán y Vladimir Putin prometía restaurar el orgullo de Rusia en países desprendidos del viejo bloque soviético. Era inminente la crisis; los líderes petroleros se sentían inmunes a los daños colaterales.
En el petróleo, según Chávez, reside “el origen de todas las agresiones” del planeta. En el petróleo también reside su poder. Por él, en su fuero íntimo, Cuba forma parte de Venezuela, cual patio trasero: le envía 53.000 barriles diarios a precios subsidiados. En compensación, médicos de ese país atienden en el suyo. El intercambio continúa, pero, en menos de un año, el precio del crudo cayó en forma tan estrepitosa como la demanda. Cayó, en consecuencia, la cotización política de Chávez, Ahmadinejad y Putin.
En menos de un año, a su vez, Barack Obama liquidó el pleito con Hillary Clinton en las primarias demócratas, ganó las elecciones generales y, a golpes de carisma, contribuyó a reparar la desaliñada imagen de los Estados Unidos. Con ese fin, en la V Cumbre de las Américas procuró demostrar que había atendido las inquietudes de sus pares de la región. De eso se trató, en principio, el levantamiento de las restricciones a los viajes y el envío de remesas de los cubanos radicados en los Estados Unidos a sus parientes en la isla.
Frente al presente, Cuba brilló con luz propia a pesar de haber sido el único ausente en esta edición y las anteriores del foro continental por su exclusión de la Organización de los Estados Americanos (OEA). En el cincuentenario de la revolución, Fidel Castro apenas conserva el aura que sedujo al mundo como respuesta a los afanes de dominación de los Estados Unidos durante la Guerra Fría. La utopía envejeció con él.
Desde la desintegración de la Unión Soviética, en 1991, el faro comenzó a titilar. El régimen cubano quedó huérfano de Moscú y, en medio de la ola democrática latinoamericana, perdió su encanto. La entelequia del hombre nuevo, abrazada por intelectuales de pretendido sesgo progresista, se valió de fusilamientos, confinamientos, censuras y otras crueldades que, más allá de los éxitos en el área de la salud, pusieron en duda sus virtudes.
Bajo la premisa del Che de “crear dos, tres… muchos Vietnam”, tan verosímil como el precio del petróleo “a 200, 300 o 400 dólares”, sólo en la revolución sandinista de Nicaragua, encabezada en 1979 por el actual presidente, Daniel Ortega, prosperó el plan de irradiar el modelo cubano. La epopeya terminó tras la caída del Muro de Berlín. Bajo las barbas de Fidel, la diplomacia médica, expandida en varios países, sustituyó a la revolución como producto de exportación. Manda médicos donde mandaba guerrilleros.
El único exento de intromisiones cubanas resultó ser México, gobernado durante 71 años por el Partido Revolucionario Institucional (PRI). Le dio cobijo a Fidel antes de la revolución. Más allá de la presión de la diáspora cubana de Miami, el régimen en sí, presidido ahora por Raúl Castro, no entraña riesgos para los Estados Unidos: no apaña fundamentalistas ni narcotraficantes.
Riesgos entrañan la guerra contra los cárteles de la droga en México y las amabilidades de Chávez con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), Ahmadinejad, Putin y otros enemigos del “imperialismo yanqui”.
Sobre Chávez pesan sospechas que van más allá de haber honrado a los difuntos jefes de las FARC o haber tildado de “cachorro del imperio”, entre otros, a Vicente Fox. En coincidencia con ese entrevero, secuela de la anterior Cumbre de las Américas, Venezuela pasó a ser la ruta de acceso de la droga que ingresa en México y, tras recorrer las rutas por las cuales hubo más de 10.000 muertos desde diciembre de 2006, arriba a los Estados Unidos. Lo denunció el gobierno de Felipe Calderón: mientras ambos presidentes se peleaban en la superficie, otros canales permanecían abiertos.
Si Obama quería neutralizar a Chávez, no necesitaba enemistarse con él como George W. Bush con su tácita bendición del golpe de Estado de 2002 en Venezuela, sino apuntarle al corazón. Apuntó a Cuba. La mano tendida a los Castro supone una intromisión en su patio trasero y una ayuda indirecta a México, donde las fuerzas de seguridad se incautaron, en menos de un año, 52.000 armas, cinco veces el arsenal de las FARC; la mayoría, made in USA.
El gobierno norteamericano asumió su responsabilidad. En igual sentido se pronunció sobre las políticas nocivas aplicadas contra Cuba, sujetas al ineficaz embargo comercial impuesto en 1962. Como si el mundo se hubiera dado vuelta desde junio de 2008, Chávez corroboró en carne propia que en el petróleo reside “el origen de todas las agresiones” del planeta. Y, devaluado como el barril y la revolución, estrechó la mano de Obama.
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