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Es bastante frecuente la vocación de algunos factores de poder de investigar periodistas en lugar de enfrentarse al espejo
Revuelto el avispero por las irrefutables imágenes del horror captadas en la cárcel de Abu Ghraib, el Pentágono no tenía más coartada que admitir su responsabilidad. Lo hizo Donald Rumsfeld en el Capitolio. A medias, en realidad. Casi al mismo tiempo, no él, sino su vocero, Lawrence di Rita, se apresuró a tildar de “descabellado, conspiratorio y lleno de errores y conjeturas anónimas” el artículo de la revista The New Yorker que revelaba la trama secreta de las torturas dispensadas a los prisioneros iraquíes.
El plan, aprobado después del 11 de septiembre de 2001, permitía el uso de técnicas coercitivas en los interrogatorios, ahorrando trámites legales y diplomáticos, con los presuntos miembros de la red Al-Qaeda. En el otoño boreal de 2003, concluida la guerra contra Irak, decidieron aplicarlas en las cárceles de ese país, de modo de obtener información sobre una resistencia cada vez más agresiva y escurridiza.
Las humillaciones no eran sólo un juego. Eran, también, una forma de extorsionarlos una vez que fueran liberados. De ahí, las imágenes tomadas por los mismos soldados. Iban a ser una presión constante, cual chantaje, sobre hombres temerosos de sentirse avergonzados ante parientes y amigos. En la bibliografía del plan, según el artículo de Seymour M. Hersh, figuraba un capítulo del libro The arab mind (La mente árabe), de Raphael Patai, dedicado al efecto psicológico de la represión sexual y el tabú de la homosexualidad entre los musulmanes.
Frente a ello, Di Rita dijo que la investigación periodística, que citaba fuentes de inteligencia retiradas y en actividad, parecía “reflejar las ideas obsesivas de aquellos que tienen una vinculación muy débil, o ninguna, con las actividades del Departamento de Defensa”. Es decir, de aquellos que, al parecer, no podían dudar del testimonio bajo juramento de Rumsfeld en el que había asegurado que no sabía nada de eso.
El Pentágono quiso matar al cartero, desviando la atención del nudo del asunto hacia la honestidad del autor del artículo, pero Sabrina Harman, la reservista que en una de las fotos se mofaba de una pirámide de detenidos desnudos y encapuchados, dijo que “recibía órdenes desde arriba” y que “el trabajo de la policía militar en Abu Ghraib era hacerles la vida un infierno” a los arrestados “para que hablasen”. En su haber, a los 26 años, no tenía más experiencia antes de ir a Irak que haber sido empleada de una pizzería.
Era, entonces, miembro del “grupo reducido de soldados” que, según George W. Bush, cometió las atrocidades por placer o algo por el estilo, al igual que los interrogadores de las compañías privadas que habían sido contratadas como parte de la renovación del ejército que encaró Rumsfeld.
Houston, tenemos un problema: si la verdad es la primera víctima de toda guerra, los periodistas somos los principales sospechosos. Y el poder, renuente a admitir su entera responsabilidad, intenta degradarnos, subestimando a la opinión pública.
Ocurre en toda guerra y ocurre en escenarios aparentemente calmos: Lula suspendió la visa de residencia temporal en Brasil de un corresponsal extranjero que había escrito sobre su afición al alcohol; se la restituyó después. En el ínterin evitó el asunto más delicado: si su predilección por las bebidas fuertes, como señaló Larry Rohter, corresponsal de The New York Times, “están afectando su desempeño en el cargo”.
Otro presidente, Hugo Chávez, enfrentado desde el primer día de su gestión con los medios de comunicación de Venezuela y del exterior, empezando por CNN, ha amenazado desde el Congreso, en donde su Movimiento V República tiene la mayoría absoluta, con revocar la nacionalidad del empresario periodístico Gustavo Cisneros; de los periodistas Marta Colomina, Napoleón Bravo y Norberto Maza, y de un exiliado cubano, Robert Alonso, por actitudes “antipatriotas”.
Lo mismo había hecho el peruano dudoso Alberto Fujimori (dudoso por su origen japonés) cuando vivía ebrio de prensa chicha (oficialista): privó arbitrariamente de su nacionalidad a Baruch Ivcher, director y presidente del directorio del Canal 2, Frecuencia Latina, impidiéndole residir y trabajar en el país. Menos sutil, Fidel Castro ha mandado hostigar y arrestar a varios periodistas antes de que, el 18 de marzo de 2003, encarcelara a 29 en un pelotón de 75 disidentes cuyo delito más flagrante había sido discrepar con el régimen.
En esos casos, al igual que en las evasivas del Pentágono, la intolerancia se cotiza en alza. Y corre riesgo la libertad de expresión, pilar de la democracia que el gobierno de Bush ha prometido a Irak y sus vecinos árabes. Con un valor agregado: el fantasma de la autocensura frente a temas que, de pronto vedados, pasan a ser intocables, como los camaradas de Eliot Ness.
Todos somos sospechosos, periodistas o no, si ejercemos el oficio de la duda. Un oficio noble, creo yo. En Irak, más allá de las vejaciones cometidas en Abu Ghraib por aquellos en quienes confiábamos que no iban a ser capaces de ello, hubo un hecho aislado que quiso pasar inadvertido entre más de 10.000 bajas de civiles desde el comienzo de la guerra: el bombardeo contra un campamento en el cual resultaron muertos 40 invitados a una boda; entre ellos, 13 niños.
Un hecho aislado que el Pentágono, en jaque por los pecados cometidos, quiso soslayar: dijo que eran guerrilleros extranjeros que habían cruzado la cercana frontera siria. Hasta que aparecieron imágenes de un camarógrafo amateur, primo del novio, que murió como consecuencia del ataque. “Los malos también hacen fiestas”, repuso el brigadier general Mark Kimmitt, subjefe del ejército norteamericano en Irak, después de haber dicho que no había evidencias de una boda, como decoraciones, instrumentos musicales y restos de un banquete.
Evidencias había, finalmente. Pudo ser un error el bombardeo. O una confusión por la costumbre de los árabes de disparar al aire cuando celebran algo. Pero no pudo ser un error ni una confusión la reacción del Pentágono frente al video. Ni frente a otro divulgado por Al Arabiya: las autoridades de las fuerzas de la ocupación pidieron al canal la identidad del camarógrafo, de modo de infundir miedo y promover la autocensura.
La reacción en sí respondió a una fórmula aplicada desde siempre por democracias y dictaduras de toda laya: maten al cartero con el fin de controlar la información.
En el medio, con defectos, errores y alguna virtud, los periodistas estamos mejor entrenados que nunca para cubrir una guerra y, a la vez, somos más vulnerables que nunca. En Woodstock, Virginia, durante un curso dictado por ex royal marines (soldados británicos) contratados por la compañía Centurion, palpé con colegas reclutados por el director del Instituto de Prensa de la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP), Ricardo Trotti, desde el daño que puede provocar una granada que estalla a escasa distancia y el espanto de ser maniatado, encapuchado y maltratado durante un secuestro hasta las trampas que uno puede hallar en una casa abandonada o al costado del camino.
En Irak han muerto casi 40 periodistas. En circunstancias extrañas algunos de ellos, confundidos con soldados (un francotirador y un camarógrafo se ven igual a cierta distancia). Fuera de Irak, muchos más están expuestos a amenazas y, en América latina en particular, a asesinatos. Heridas tan hirientes como las balas y como el afán de autocensura, devaluando al cartero en lugar de evaluar la carta. Revuelto el avispero, pocos enfrentan el espejo. Preparan, apuntan y preguntan: “¿Qué estabas haciendo anoche?”, como si de un interrogatorio en Abu Ghraib se tratara.
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