Es culpa del otro




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La investigación sobre la indiferencia de Bush ante la amenaza terrorista revela un interés exagerado en invadir Irak

Es culpa de Bush por haber desdeñado mis advertencias, dijo Richard Clarke, ex zar de la lucha antiterrorista de la Casa Blanca. Es culpa de un problema estructural que nos impidió unificar la información sobre los atentados, dijo la consejera de Seguridad Nacional, Condoleezza Rice. Es culpa del secretario de Justicia, John Ashcroft, por no haberme escuchado, dijo Thomas Pickard, ex director del FBI. Es culpa del gobierno de Clinton por haberse puesto una venda en los ojos frente al terrorismo, dijo, a su vez, Ashcroft. Es culpa de Ben Laden, pues.

Soluciones mágicas no había, según Rice. Ni soluciones mágicas ni modo de evitar los atentados del 11 de septiembre de 2001. Bush, empero, era preso de una obsesión: “¿Crees que Irak haya sido el responsable de los ataques en Nueva York y en Washington?”, espetó. En la mirada sombría de Clarke, en el cargo desde el gobierno de Clinton, halló un gesto de reprobación. Estaban solos, en la Sala de Emergencias de la Casa Blanca, un día después de la masacre.

Un memorándum confidencial de inteligencia fechado 37 días antes, el 6 de agosto, había sido ignorado. Olímpicamente ignorado, parece. “Ben Laden está decidido a atacar a los Estados Unidos”, decía. Lo recibió Bush en su rancho de Crawford, Texas. En él, desclasificado por instancias de la investigación encarada por la comisión bicameral formada en el Capitolio a raíz de las revelaciones de Clarke en el libro Against all enemies (Contra todos los enemigos), estaban previstos secuestros u otros tipos de ataques de Al-Qaeda en el país.

¿Dónde? ¿Cuándo? En algo lleva  razón Bush: “Nadie me advirtió nada específico”. En ese momento, el FBI investigaba 70 casos vinculados con una eventual conjura terrorista contra edificios federales. Ben Laden había dejado su huella en la voladura de las embajadas de los Estados Unidos en Kenia y en Tanzania, en 1998, respondida entonces por Clinton con artillería pesada contra Afganistán.

Militantes de Al-Qaeda, con apoyo de ciudadanos norteamericanos, habían creado una estructura en los Estados Unidos, sin embargo. En su testimonio ante la comisión, Rice dejó entrever que sabía que podían secuestrar de aviones comerciales, pero no imaginaba que iban usarlos como misiles, con sus pasajeros a bordo, contra un símbolo del mercado libre, las Torres Gemelas, reflotando aquello que los militares llaman amenazas asimétricas. Falló la imaginación, no la inteligencia.

De ahí el súbito y cruel retorno al estadio clásico de la historia: la guerra, desde Afganistán e Irak, no se libra por oposición ideológica, como antes de la caída del Muro de Berlín, sino por diferencias religiosas, étnicas y territoriales en procura, en última instancia, del control de los recursos naturales. Es culpa del petróleo, entonces.

¿Por qué, si no, Bush puso de inmediato el ojo en Saddam, y Donald Rumsfeld, jefe del Pentágono, puso la bala en su frente? Era sospechosa, para Clarke, la necesidad de hallar evidencias de su complicidad en los atentados. Era sospechosa, también, la presunción de sus vínculos con Ben Laden, por más que ambos coincidieran en el odio visceral hacia los Estados Unidos. Era sospechosa hasta la hipótesis urgente del presidente, transmitida a Rice: “Estoy harto de cazar moscas, una por una”. No había cazado una sola mosca, en realidad.

Seis días después de la reunión con Bush en la Casa Blanca, un memorándum de Clarke no surtió efecto frente a un gobierno, o parte de él, que, dijo, estaba empeñado en saldar las cuentas pendientes de la primera Guerra del Golfo y en replicar las sucesivas burlas del dictador de Bagdad a los inspectores de armas de las Naciones Unidas. La prioridad no era Irak, dijo Rice, pero los atentados habían abierto una veta. “¿A quién le importa un pequeño terrorista en Afganistán?”, terció el segundo del Pentágono, Paul Wolfowitz.

El segundo de Clarke, mientras tanto, era Rand Brees, su mejor amigo. Lo sucedió en el cargo. Y renunció en 2003, ofuscado por la guerra. Ha pasado a ser, casualmente, el referente en asuntos de política exterior del candidato presidencial John Kerry. ¿Es culpa de los chicos de Boston, como llaman los republicanos a los senadores demócratas por Massachusetts? Ted Kennedy, hermano del finado JFK y tío político del gobernador Terminator, dijo que Irak era el Vietnam de Bush.

Quizá sea otra cosa. Sobre todo, si del control de los recursos naturales se trata la guerra: Halliburton, la antigua compañía del vicepresidente Dick Cheney, ha percibido 6000 millones de dólares en contratos en Irak, motivo de investigaciones del Departamento de Justicia por denuncias de cobros excesivos y de sobornos.

Hasta el 2 de enero de 2001, excepto las pistas dudosas sobre las armas de destrucción masiva en poder de Saddam, no había una razón que justificara la obsesión de Bush de terminar con su régimen despótico. Ese día, por la mañana, la policía italiana descubrió que la embajada de Níger en Roma había sido saqueada. Desaparecieron un reloj y dos frascos de perfume. Nada, casi. En el piso había documentos revueltos. Entre ellos, unos de la inteligencia iraquí, fechados entre julio y octubre de 2000, que revelaban que Irak iba a comprar 500 toneladas de uranio puro para fabricar armas nucleares.

La cúpula de la CIA, entusiasmada, creía que tenía pruebas irrefutables contra Saddam. Con una salvedad: los organismos de Níger mencionados en los documentos ya no existían y el ministro de Relaciones Exteriores que firmaba al pie no estaba en el cargo desde hacía una década. Era una burda falsificación, pero se filtró en forma misteriosa en la Evaluación de Inteligencia Nacional de octubre de 2002.

Y dio pie a Bush, en su discurso del Estado de Unión, para afirmar: “El gobierno británico se ha enterado de que Saddam Hussein trató de adquirir recientemente cantidades considerables de uranio a África”. En Londres, curiosamente, iba a ser hallado el cadáver de David Kelly, experto en armas biológicas que se había suicidado después de haber sido interrogado por el Parlamento como consecuencia de haber transferido información a la BBC.

La omisión de Níger y el desvío hacia Gran Bretaña en el discurso de Bush respondió a un plan: no comprometer al gobierno italiano, socio en la coalición bélica, y no apuntar al corazón de Níger. En ese momento, el secretario de Estado, Colin Powell, iba a demostrar en las Naciones Unidas que Saddam tenía un arsenal de armas prohibidas y que amasaba la bomba nuclear. No convenció a nadie. “Todo el mundo piensa que somos Tom Cruise –protestó el director de la CIA, George Tenet–. ¡Demonios, ni siquiera podemos escuchar los nuevos teléfonos celulares que usan algunos terroristas!”

Bush, urgido por el ala dura de su gobierno, estaba empeñado en declarar una guerra convencional, poniendo el ojo y la bala en Saddam, por más que el enemigo no fuera convencional. El resultado provisional han sido muertes propias y bajas ajenas. Entre 8000 y 10.000 civiles han perecido en Irak, varias veces más que en los atentados del 11 de septiembre de 2001, en los Estados Unidos, y del 11 de marzo de 2004, en España. Es culpa del otro, desde luego.



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