En el comienzo era el fuego




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La mano dura prometida, avalada por Bush, es la réplica de los cuatro años que invirtió Pastrana en el vano proceso de paz

Terroristas, lo que se dice terroristas, eran los criminales del 11 de septiembre. Los suicidas de Al Qaeda. Capaces de montar un plan siniestro, cual virus, con tal de esparcir el pánico, cual plaga, en los Estados Unidos. ¿Lo son también los guerrilleros de las FARC, impiadosos durante la asunción de Alvaro Uribe, el miércoles, dejando un tendal de muertos y de heridos con atentados espantosos en el corazón de Bogotá? En la duda radica, precisamente, la razón por la que el conflicto, a pesar de estar ligado íntimamente al narcotráfico, no despierta más que juicios diversos, o más dudas, en el gobierno de George W. Bush.

Más allá de los lazos de las FARC con organizaciones de calibre parecido, como el IRA, según el Capitolio. Más allá de los secuestros y de los homicidios de norteamericanos en Colombia. Más allá de los ataques contra intereses de idéntico origen; oleoductos, entre ellos. Más allá de que el Departamento de Justicia de los Estados Unidos haya condenado a guerrilleros por narcotráfico, causante, en forma indirecta, de la muerte de otros tantos norteamericanos por abuso de cocaína.

Terroristas, lo que se dice terroristas, más allá de todo, no son. Para el léxico de Washington, al menos. Lo son en un sentido amplio, convengamos, pero no hay consenso. Tampoco hay consenso, entonces, para una campaña militar como la emprendida contra el régimen talibán. Rechazada, asimismo, por los líderes de América latina. Los guerrilleros de las FARC, a diferencia de los criminales de Al Qaeda, no han matado norteamericanos, ni han perjudicado sus intereses, fuera de Colombia. Lo cual limita, o delimita, toda asistencia a fines menos drásticos que tropas en la guerra, como la fumigación de cultivos ilícitos y el entrenamiento de soldados y de pilotos.

Apoyo encubierto, suministrado desde que Bill Clinton y Andrés Pastrana firmaron el Plan Colombia, pero, fronteras adentro, insuficiente. Con dilemas agregados: la mala imagen de la política exterior de Bush en la región, deteriorada por las crisis económicas de la Argentina y compañía, y las cavilaciones de la Unión Europea sobre el rótulo de terroristas para los guerrilleros de las FARC. Que, en ese caso, deberían considerar aliados a los paramilitares. Como si fueran, en Afganistán, la Alianza del Norte.

Opiniones encontradas, pues, depara el asunto. En especial, desde el 20 de febrero. Telón del experimento, o del laboratorio, de la paz que montó vanamente Pastrana durante casi todo su mandato mientras Tirofijo, desalojado de sus dominios de los alrededores de San Vicente del Caguán, emprendía una estrategia letal contra tres ejes: las ciudades, la economía y la oligarquía, según su léxico. Tan particular como el léxico de Washington.

Ingrid Betancourt, la candidata presidencial secuestrada, pasaba a ser, desde entonces, el eslabón de una nueva cadena. O etapa. Y Uribe, bajo sospecha por sus presuntos vínculos con paramilitares y narcotraficantes, pasaba a ser, a su vez, una suerte de garantía de mano dura, bien vista por Bush, que venía a reparar daños por años de tibiezas. O de contemplaciones con un enemigo brutal, al igual que el Ejército de Liberación Nacional (ELN), la otra pata de la guerrilla, en medio del alza fenomenal de las tasas de desapariciones, de asesinatos, de masacres y de desplazados.

Unos 10.000 farianos (guerrilleros de las FARC) pertenecerían a las milicias urbanas, modalidad relegada por su mayor destreza en campo abierto o en selva cerrada. Empezaron con una granada en el metro de Medellín, un intento fallido en Bogotá y otras fechorías. Y llegaron a evadir los controles previstos para la asunción de Uribe. Sangrienta, finalmente. Pero, cuidadosos, no han tocado el interés nacional de los Estados Unidos, al margen de que algunos de los suyos hayan caído, y perdido, durante la guerra. Tan añeja como ajena sin contar el factor droga.

Entre los norteamericanos, temerosos de dar pasos en falso en un revival de Vietnam sin respaldo del vecindario, no dejan de ser inquietantes los supuestos lazos de los militares con los paramilitares. En el Departamento de Estado, de hecho, no todos coinciden con el sello de respeto a los derechos humanos que recibieron las fuerzas armadas colombianas.

El silencio de Bush, en cierto modo, favorece el plan de Uribe de reclutar entre la gente una red de informantes, o legión de soplones, de los cuerpos de seguridad. Una contramilicia desarmada. Expuesta a eventuales represalias en un país en el cual, a pesar de que la policía cuenta con más poder y el ejército cuenta con más efectivos, dos millones de personas han abandonado sus casas, en forma forzosa, por amenazas de índole diversa.

Gracias a Bush, sin embargo, el Capitolio ha permitido que la asistencia contra el narcotráfico sea, también, asistencia contra la guerrilla. Sin que ello signifique, en su léxico, asistencia contra el terrorismo. En el sentido del eje del mal, digo. Cuestión difusa en este rollo, o en embrollo, desde el momento en que la cocaína viene ser en Colombia lo que la heroína es en Afganistán. Similitud lejana, aunque no menos vital, entre las FARC y Al Qaeda. Pero no crucial.

Diezmada Colombia, o desgajada, por tejes y manejes. Más internos que externos. Motivo por el cual ganó, y asumió, Uribe, un liberal disidente que hizo una campaña atípica, en medio del fuego, con el compromiso de detener la violencia, de recuperar el terreno cedido a las FARC y de combatir el narcotráfico y la corrupción. Otro quiste. Sobre todo, en el Congreso.

Territorio en el cual Pastrana no ha tenido influencia: un llamado a referéndum para disolverlo a punto estuvo de revocar su mandato. Convencido en su balance, no obstante ello, de haber estabilizado la economía, de haber puesto en marcha programas sociales (con el Plan Colombia), de haber recuperado la dignidad del país, de haber fortalecido el ejército y de haber derrotado el flanco político de la guerrilla. Por más que en cuatro años hayan aumentado las estadísticas de violencia, batiendo récords la alarmante escalada de los secuestros. La mayor del mundo.

Sólo entre enero de 1997 y abril de 2002, 15.621 personas han pasado a ser rehenes de las FARC, del ELN y de los paramilitares. De ellas, unas 3100 permanecerían en cautiverio. Secuestradas, en algunos casos, por delincuentes comunes que, en los contactos frecuentes con los familiares de las víctimas, se hacen pasar por comandantes con nombres de pila falsos, aprovechando la paranoia.

Demostración de poder en donde más difusa es su imagen. Menguada, cerca de la Casa de Nariño (sede del gobierno), por una granada de mortero que, en la asunción de Uribe, hirió a dos miembros del cuerpo de seguridad presidencial. Y por otras, detonadas en la curiosa Calle del Cartucho, que mataron e hirieron indigentes como tributo, o atributo, de una revolución que, al parecer, elimina a los que defiende.

O a aquellos que procuran, o procuraban, vivir en los márgenes de una realidad atroz. Como el pueblito de Bojayá, de apenas 11.000 habitantes, sobre el río Atrato, departamento del Chocó. Su alcalde, Ariel Palacio Calderón, no podía discernir entre terrorismo y guerrilla después de casi una semana de muertos y de heridos en enfrentamientos entre las FARC y los paramilitares. A orillas del Estado, ausente: «Yo poco sé de definiciones, pero nunca había visto tanto dolor, tanta sangre y tanta muerte». Terror, lo que se dice terror, sentía.



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