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El incidente en el despoblado islote, que obligó al gobierno de Aznar a movilizar sus tropas, recordó una vieja disputa
Érase una isla. Un islote. Un pedrusco despoblado y minúsculo, invisible en los mapas. Roca firme de ingrato nombre español: Perejil. Ni como verdura u hortaliza tiene gracia, salvo que, picada, gane alcurnia con un poco de ajo. Puro condimento sobre el cual cargaron de pronto marroquíes okupas. De ahí la primera reacción: «Hay moros en la costa». ¿Cuántos? No muchos, seguramente: la invasión coincidía con la boda del rey Mohamed VI con Salma Benani, ausente con aviso, como indica la tradición, hasta el final de la fiesta. Es decir, varios días después.
Alarmado, sin embargo, el gobierno de José María Aznar, remozado con nuevos ministros, tomó sus recaudos. Y ordenó el rápido despliegue de tropas de elite del Ejército de Tierra en cinco helicópteros: en tres iban 28 bravos soldados con aspecto de marines mientras los otros dos patrullaban la zona. Resguardados, a su vez, por buques artillados y, tal vez, por submarinos nucleares. Gallarda reacción, con las garantías de la alianza atlántica (OTAN), que apuró despedidas y lágrimas entre familiares y amigos, así como el fervor patriótico encajonado desde el Mundial, frente a la vil provocación de los moros, capaces de poner sus pies en un territorio que algunos españoles no sabían que existía. Ni sabían propio.
Momentos de tensión, entonces, comenzaron a carcomer el mundo todo. Colin Powell, secretario de Estado norteamericano, consultaba con George W. Bush, memorando, quizá, sus proezas en la operación Tormenta del Desierto. Kofi Annan, secretario general de las Naciones Unidas, abogaba por el diálogo entre las partes. Romano Prodi, presidente de la Comisión Europea, instaba a Marruecos a deponer su actitud. Y, del otro lado de la trinchera, la Liga Arabe y la Organización de la Conferencia Islámica, invitados a la boda, a diferencia del rey Juan Carlos, olían pólvora en lugar de dátiles debajo de sus turbantes.
Sonaban trompetas, mientras tanto, en Rabat, añorando, muchos, las casi cuatro décadas de autocracia de Hassan II, finado padre de Mohamed. Un monarca aggiornado, casi occidentalizado. Convencido, no obstante ello, de que no era España contra Marruecos, o viceversa, sino Europa contra África. Occidente contra Oriente. La democracia contra la dictadura. La libertad contra la crueldad. El bien contra el mal. Otro choque de civilizaciones. Hipótesis de conflicto frecuente, en definitiva, desde el 11 de septiembre.
Iba a ser, también, otra prueba de fuego para la OTAN después de Kosovo y de Afganistán. Con una baja tremenda: José Antonio Camacho, director técnico del seleccionado español, renunció después del Mundial. No hizo falta, en realidad. Como no hizo falta apelar a las tácticas de Rambo, ni de Pelotón, ni de Apocalipsis Now, ni de Combate. Perejil, Leila en árabe, cobró identidad por sí sola.
Terminó siendo crucial el factor sorpresa para el éxito de la operación Romeo Sierra, ejecutada al alba. El ejército usurpador, apenas seis infantes de marina que habían relevado a seis gendarmes, se rindió de inmediato ante las feroces advertencias proferidas en árabe y en francés desde megáfonos. En oídos de un argentino resentido: «¡Que si no os rendís vamos a comprar vuestras compañías públicas, vamos a apoyar la convertibilidad y, después, vamos a exigiros un plan de desarrollo sustentable!» No hubo un solo tiro.
Moraleja: la bandera española, después de que los soldados escalaron con gestos adustos y recios la loma de Perejil como si fuera la falla de Marte, flameó de nuevo, sombreando su holgada superficie de 13,5 hectáreas. A un par de cuadras, o 200 metros, de Marruecos. Desde cuyas orillas empezaron a llover pedradas e insultos contra la flota enemiga. Hasta que ayer se llegó a un acuerdo y Madrid iniciaba el repliegue.
Dramático epílogo de la recuperación de un islote que, para los propios españoles, no valía ni el combustible de una patrullera. ¿Seguro? Hasta cierto punto. En los seis días de ocupación, o de provocación, Mohamed parecía más interesado en los arreglos florales que en las fragatas misilísticas. Pero, en el fondo, estaba usando su boda como pantalla de una escalada ínfima, invisible, como Perejil en el mapa, con la cual, ignorando los reclamos de Aznar, del gobierno danés, de la Unión Europea y de la OTAN, vulneraba el derecho internacional.
A Aznar, avalado por el Congreso, no le quedaba otra alternativa que hacer una demostración de fuerza. Exagerada, convengamos. Con tal de exigir el restablecimiento del statu quo. Volver a foja cero. Como antes del incidente. O del conflicto. O, según el gobierno marroquí, de la declaración de guerra y de la flagrante agresión. Que quedarán inscriptas en las historias, o en las anécdotas, de los fotógrafos. Más numerosos, en Perejil, que los combatientes de ambos bandos.
Calaron los principios, no la isla, el islote o el pedrusco en sí. Una disputa añeja. De tono poético, no militar, para Francisco Umbral: tomar la nada. Que, al tomarla en serio, se vuelve algo, Perejil, digamos. Roca firme, la nada del filósofo. Que, gracias a la tensión y la atención que ha despertado, adquiere sentido como cosa. Cosa seria si llegaba, o llega, a ser el prólogo épico de la lucha por Ceuta y Melilla, enclaves españoles de mayor envergadura en suelo marroquí.
Debut de fuego, o fogoso, para Ana Palacio, la nueva canciller española, renuente a la intervención de mediadores en el conflicto. Por el calibre, en verdad. Más allá de que haya coincidido tanto con la boda de Mohamed como con una bisagra en el diferendo con Gran Bretaña por el peñón de Gibraltar: por primera vez en tres siglos un representante de Londres, el canciller Jack Straw, habló de soberanía compartida.
Aguada la fiesta. La española, no la marroquí. En especial, por la importancia que ha cobrado una isla, islote o pedrusco, antes usado por contrabandistas, que no merecía ni patrullajes de la Guardia Civil. Nada merecía, tierra árida, ventosa, infértil. Ni una visita por albergar, aparentemente, la historia de Calipso, la ninfa de bellas trenzas que retiene a Ulises durante siete años con tal de que se case con ella, tentándolo vanamente con promesas de inmortalidad y de eterna juventud, en desmedro de Penélope, su mujer. En la Odisea, de Homero, Perejil es más simpática: Ogigia se llama.
Ogigia, Perejil o Leila, empero, no tiene dueño. O tiene un dueño difuso. En 1581, después de haber sido portuguesa desde 1415, pasó a ser de España. Pero, disputada por Gran Bretaña, hasta los Estados Unidos quisieron instalar en ella una carbonera. En 1994, con tal de evitar roces con Marruecos, el Partido Socialista Obrero Español, de Felipe González y José Luis Rodríguez Zapatero, y el Partido Popular, de Aznar, decidieron retirar menciones sobre la soberanía en el estatuto de Ceuta.
Ahora, en una suerte de limbo, España aduce sus derechos sobre Perejil. Con un problema adicional para Marruecos, sin embajador en Madrid: los inmigrantes. Ilegales, en su mayoría. Y vapuleados por la ola xenófoba que recorre Europa.
A la nada del filósofo parecieron agregarle Perejil, rico en hierro, en potasio, en vitaminas A y C y en sospechas clase B. Con un novio en el altar, una novia bajo su burka, un rey no invitado, un presidente indignado y, en el medio, una isla, islote o pedrusco que, emperejilados como estamos por los atentados terroristas, ha condimentado las intrigas. Picadas con ajo. Sin daños colaterales. Con un final de película. De curioso género.
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