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La misma crisis que los ricos dan por concluida es la que estrangula a la clase media
En abril, la justicia francesa decide investigar a France Télécom por una extraña racha de suicidios de sus empleados. La acusa la Fiscalía de París de “acoso moral y poner en peligro la vida de terceros”. Es una situación inédita e infame. ¿Qué lleva a casi medio centenar de personas a quitarse la vida por razones laborales desde 2008? La compañía, privatizada en forma parcial, pretende suprimir 22.000 de sus 102.000 puestos de trabajo y reasignar labores a 10.000 empleados en beneficio de la productividad. El promedio de suicidios supera cinco veces el índice nacional. Ni el presidente Nicolas Sarkozy obtiene respuesta al preguntarse qué está ocurriendo.
“Me suicido por mi trabajo”, deja escrito uno de los empleados. No hay trabajo que merezca la vida de nadie. ¿Es un fenómeno puntual o el indicio de algo peor? En Europa, una de cada seis personas tiene dificultades para pagar las cuentas, según la última versión de la encuesta Eurobarómetro, de la Comisión Europea. Las tres cuartas partes de la gente creen que en 2009 ha crecido la pobreza como consecuencia de la crisis. La crisis, en curso para ellos, ha concluido para otros 10 millones de personas.
¿Son optimistas? Son millonarios. Una de cada 690 personas en el mundo tiene más de un millón de dólares. Esa minoría, plasmada en el informe World Wealth, de Capgemini y Merrill Lynch, debe su bonanza en los últimos años a las operaciones bursátiles. Son la excepción a la regla. En Europa y otros confines, los empleados en relación de dependencia se muestran desmotivados y dóciles. Lejos está de ser positivo para los empleadores: la gente en ese estado no es más comprometida ni más productiva. El alto presentismo, valorado antes como una señal de buena voluntad, refleja ahora el miedo a perder el trabajo.
Ese síntoma, trasladado a la política, precipita el ascenso en las elecciones europeas de partidos xenófobos en desmedro de los tradicionales, como ha sucedido en Italia con la Liga Norte de Umberto Bossi, por su prédica contra la inmigración. Los escándalos de corrupción deberían causar escozor, pero apenas rasguñan los índices de popularidad de los involucrados. Es el caso de Sarah Ferguson, grabada en forma encubierta al venderle a un periodista que se hace pasar por empresario los favores de su ex marido, el príncipe Andrés, como representante especial del Reino Unido para el Comercio y las Inversiones. La crucifican, unos; la justifican, otros.
Desde Aristóteles, el arma secreta de la democracia es la clase media. En ella halla cobijo la sociedad para proteger los valores, domar los extremismos, apuntalar las leyes y evitar las tiranías. De su uniforme y próspera clase media está orgulloso y convencido Japón hasta que descubre que, por el estancamiento de la economía y la creciente disparidad en los ingresos, ha dejado de ser una nación igualitaria. Uno de cada seis japoneses es pobre en 2007, revela ahora su propio gobierno. Pocos admiten esa calamidad. Sonríen hacia fuera, pero lloran por dentro. Muchos años de desregulación del mercado laboral y competencia con los bajos salarios de China crean en Japón una masa de trabajadores que va quedando rezagada.
Desde la década del setenta está familiarizada la clase media japonesa con los escándalos políticos por sobornos y contribuciones de dudoso origen. Este año, aún sacudido el país por la crisis, el primer ministro, Yukio Hatoyama, renuncia tras empeñarse en mantener una base militar de los Estados Unidos en la isla de Okinawa a pesar de la resistencia de la gente. Dura apenas ocho meses al frente de la segunda economía más grande del planeta. No es un líder lúcido ni lucido. ¿Lo son sus pares de otras latitudes?
La mayoría parece ajena a fenómenos puntuales, como el malestar de la sociedad, el aumento de la desigualdad, la animosidad contra la inmigración y la tolerancia a la corrupción. Líderes conservadores como Sarkozy, Angela Merkel y David Cameron son los mismos que a finales de los noventa se rehúsan a plantearse impuestos sobre las primas de los banqueros, erradicar los paraísos fiscales o gravar las transacciones financieras. Son los mismos que ahora, como sobrevivientes de un naufragio, abrazan los preceptos contra la globalización sin voluntad de dar un vuelco significativo al sistema, sino de sosegarlo frente a una clase media escéptica y crispada.
Esa clase media es la única capaz de insinuar que, detrás de la rara ola de suicidios de empleados de una compañía determinada, debe de haber algo más que un plan de despidos masivos y de reasignación de labores en beneficio de la productividad.
El malestar, según el gobierno británico, llevará a una clase media cada vez más robusta a desempeñar el papel asignado al proletariado por Marx y declararse en contra del grosero aumento del hambre, el desempleo, la corrupción, las emisiones de bióxido de carbono y los atentados terroristas. Esa clase media estallará si los líderes insisten en formular preguntas como si todo ocurriera lejos, en otra galaxia.
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