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CIUDAD DE MÉXICO.– Afirmaba en 1909 el diario El Imparcial: «Una revolución en México es imposible». Lo suscribía un empresario norteamericano vinculado con la industria del acero: «En todos los rincones de la república reina una paz envidiable». Y lo confirmaba, cual pronóstico meteorológico, el poeta español Julio Sesto: «Ninguna nube negra hay en el horizonte».
Fallaron. A caballo venía marchando un hacendado poderoso e inquieto, Francisco I. Madero, que amenazaba con una protesta masiva contra el régimen del general Porfirio Díaz, vitalicio en el poder durante más de tres décadas, si había indicios de fraude en las elecciones de 1910. Era la mecha que iba encender la revolución.
Revolución que, después de ensayos vanos, quedó plasmada en la identidad mexicana, con calles y con paseos que invocan su nombre. Y que, a su vez, fraguó las dos versiones previas del Partido Revolucionario Institucional (PRI): el Partido Nacional Revolucionario y el Partido de la Revolución Mexicana.
Señala el historiador Enrique Krauze que Vicente Fox, el candidato opositor que pretende poner hoy una lápida sobre los 71 años de hegemonía del PRI, guarda semejanzas con Madero. Son, por lo pronto, hombres de negocios en un país que ha sido gobernado por militares, abogados y economistas. Uno, con experiencia de alto rango en Coca-Cola; el otro, con intereses en las minas, las fábricas, los viñedos y las plantaciones de su familia.
Fox, al igual que Madero hace 90 años, amenaza con la desobediencia civil frente a la posibilidad de un fraude. Pero Krauze advierte, asimismo, que el porfiriato era una dictadura a secas, requisito que no cumple el gobierno de Ernesto Zedillo.
Si de dictadura y de revolución se trata, George Orwell dice en su novela 1984: «El poder no es un medio, sino un fin en sí mismo. No se establece una dictadura para salvaguardar una revolución; se hace la revolución para establecer una dictadura».
Dictadura que el PRI, única fuerza política que lleva los colores de la bandera, la guardia del gobierno y el respaldo del Estado, supo atenuar, exento el país de los golpes militares que asolaron en diferentes períodos a América latina. Es su gran virtud. En poco más de siete décadas, sin embargo, generaciones enteras de mexicanos nacieron y murieron con el sello del unicato. Con la consigna, en algunos casos, de crecer dentro del partido, o al costado de él, con tal de crecer en otros órdenes.
El PRI tuvo la rara capacidad de reinventarse según las circunstancias, apelando al fraude, cuando cuadró, con tal de no retroceder nunca, ni de rendirse jamás. Célebres son las cargadas (respaldo del presidente y de sus colaboradores al sucesor), los acarreos (traslado de votantes cautivados con especias o doblegados con la eventual quita de los programas sociales que otorga el gobierno federal), las urnas embarazadas (rellenas con boletas marcadas), el carrousel (vueltas alrededor de las casillas de votación con tal de influir en la voluntad de la gente), la mapachería (robo de urnas) y la súbita resurrección de los muertos el día de las elecciones.
Un milagro, en definitiva. Como milagroso ha sido últimamente el cambio de actitud en el PRI. Zedillo, a diferencia de sus antecesores, se ahorró los dos últimos años de mandato en la designación a dedo de su delfín. Usó el pulgar en lugar del índice. Señal que comenzó a vislumbrarse con la batahola que provocó en 1996 la decisión de exigir como atributo para la candidatura presidencial haber ocupado un cargo electivo, no uno público gracias a un nombramiento.
El final del dedazo, por necesidad o por convicción, derivó en las primeras elecciones primarias en la historia rutinaria del PRI. De ellas surgió Francisco Labastida, rival de Carlos Salinas de Gortari mientras ambos pugnaban por la sucesión de Miguel de Lamadrid, presidente entre 1982 y 1988, y, después, como gobernador de Sinaloa, rival de Manuel Clouthier, apodado Maquío, líder del Partido Acción Democrática (PAN), al cual, en cierto modo, debe su carrera política Fox.
Del doble discurso se vale la transformación del PRI. Labastida, el actual candidato presidencial pregona el nacimiento de una nueva era, pero, al mismo tiempo, convoca a los dinosaurios. Son los motores, o los mentores, de la maquinaria. Es decir, de las mañas poco escrupulosas con las cuales ha batido récords mundiales de permanencia en el poder. De ellas se jactan algunos dirigentes de la vieja guardia, como Manuel Bartlett, ex gobernador de Puebla, por el mero orgullo de haber contribuido a una causa que creen justa: el poder como un fin en sí mismo, no como un medio.
Causa por la cual, según se presume, Cuauhtémoc Cárdenas, pope del centroizquierdista Partido de la Revolución Democrática (PRD) fue doblegado en 1988, entre gallos y medianoche, por Salinas de Gortari. Fraude colosal, adjudicado a la caída del sistema de computación que contaba los votos, que le impidió seguir los pasos de su padre, el general Lázaro Cárdenas, presidente entre 1934 y 1940. En oposición a su gobierno nació en 1939 el PAN. De ahí que era difícil, si no imposible, la alianza con Fox, conservador pragmático, por más que los dos comulguen con el credo antipriísta.
Después de tanto PRI, la aternancia mete miedo. Sobre todo, por la posibilidad de cambiar una revolución por otra. Una dictadura por otra, según Orwell. Un maquillaje democrático divide en dos a México. La necesidad cala hondo, con cara de hereje, en las zonas rurales más pobres y más apartadas del país. Como Chiapas, en donde la reencarnación edulcorada de Emiliano Zapata, el subcomandante Marcos, amargó la champaña con la cual, el 1° de enero de 1994, el entonces presidente Salinas de Gortari brindaba, en la residencia de Los Pinos, por el ingreso de México en el Primer Mundo vía Tratado de Libre Comercio (TLC) con los Estados Unidos y con Canadá.
Esa porción de México, dependiente de ruedas de auxilio parecidas al Programa Alimentario Nacional (PAN) en los tiempos de Raúl Alfonsín en la Argentina, vota por el PRI. Por amor o por temor. Vota por ti (por mí, en realidad), como sugiere el slogan. Las cajas de ayuda llevan los colores de la bandera. O los colores del partido. No representan lo mismo, pero son iguales.
Quizá como Fox y Madero, salvando las distancias, pura resistencia frente a regímenes verticales que no contemplan, o no quieren contemplar, nubes negras en el horizonte. Un diario de tono oficialista bien podría afirmar hoy como El Imparcial en 1909: «Una revolución (o un cambio) en México es imposible». ¿Fallaría también? Nada es eterno, dicen.
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