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Dice un cable reservado del embajador norteamericano en Bogotá: “Estoy completamente en contra del ingreso de personal militar en Colombia. La existencia de planes de contingencia para fuerzas de tierra es dinamita. Representa un peligro para las relaciones entre los Estados Unidos y Colombia”.
El cable, firmado por Covey Oliver, data del 26 de agosto de 1965. En ese momento, crispados los nervios en Washington por la expansión del comunismo en América latina desde Cuba, el presidente Lyndon Johnson ordena el desembarco de tropas en República Dominicana y evalúa una eventual intervención en Colombia.
Intervención que, finalmente, no se concreta. Pero, con apoyo logístico norteamericano, aviones de la fuerza aérea colombiana pulverizan una sublevación campesina en el sur del país, en donde, con el respaldo financiero e ideológico de Fidel Castro, campean las llamadas repúblicas independientes.
Mueren Pedro Brincos, Tarzán, Desquite, Puñaladas, Puente Roto y Sangre Negra, entre otros líderes de un incipiente grupo guerrillero, las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), que ha nacido en 1964, un año antes, cual réplica al rechazo del gobierno de Guillermo León Valencia a entregarles tierras a 200 familias de campesinos que padecían miseria.
Lo barato sale caro. Queda vivo un tal Pedro Antonio Marín, alias Manuel Marulanda Vélez, alias Tirofijo, hoy reverso del presidente Andrés Pastrana en un diálogo de sordos con el cual pretende la paz. O, al menos, una tregua.
Pastrana invirtió mucho en ello: la cesión a las FARC, en noviembre de 1998, de una zona de distensión de 42.000 kilómetros cuadrados, un Estado dentro del Estado, algo más que los escasos metros cuadrados que reclamaban los campesinos hace poco más de tres décadas.
El diálogo derivó en guerra. Guerra que sólo depara guerra. Guerra que divide a Colombia, que divide a América latina (con afanes desmesurados de protagonismo de algunos países periféricos después de años de indiferencia) y que, según confiesa desde Washington uno de los hombres que conoce el paño en el Departamento de Estado, también divide al gobierno norteamericano.
Si fuera por Bill Clinton, Pastrana debería insistir como sea con el proceso de paz, ya que, observa la fuente, es un asunto interno y, a menos que pida auxilio, nadie debería meter sus narices en él. Si fuera por el Congreso, dominado por la oposición republicana, la virtual invasión no debería demorarse, ya que, según el más reciente informe gubernamental sobre narcóticos, Colombia es el mayor productor y distribuidor de cocaína del planeta, y el foco principal de la heroína y de la marihuana que se cuela en los Estados Unidos.
Esto implica que la guerrilla, ya sean las FARC o el Ejército de Liberación Nacional (ELN), esparcida en un centenar de células semiautónomas con una legión de 11.000 a 17.000 combatientes de tiempo completo, según refleja el informe, atenta contra el interés nacional norteamericano, como convienen los duros del Pentágono, siempre listos para atacar. En la bolsa también entran los paramilitares de extrema derecha, vinculados con drogas y armas por igual.
El interés nacional es el rótulo clave en Washington para considerar una intervención desde las bases de Puerto Rico, Aruba, Curazao y Ecuador, sucesoras desde el 31 de diciembre próximo, fecha de la devolución del Canal de Panamá, del Comando Sur.
De él, precisamente, proviene el general Barry McCaffrey, zar antidrogas de los Estados Unidos. Su última visita a Colombia, la tercera, concluyó con una verdad a gritos que, para los norteamericanos, sonó como una alarma: habló por primera vez de narcoguerrilla, ligando una cosa con la otra. Más que sugestivo, como un parte de la Oficina General de Control, brazo investigador del Congreso de los Estados Unidos, que consigna que la guerrilla y el narcotráfico comen de la misma mano.
Un asesor legislativo republicano lee en voz alta desde Washington: “El gobierno de Colombia ha perdido varias batallas contra grupos insurgentes que, conjuntamente con paramilitares, han aumentado su participación en actividades de narcóticos y han ganado un mayor control de grandes extensiones en donde se presentan actividades de narcotráfico”.
En un tercio de las tierras dominadas ahora por la guerrilla se cultiva coca. Pero Colombia no es Kosovo. Carga con la mayor recesión en seis décadas, con un desempleo que roza el 20 por ciento y con un abrumador récord de secuestros.
Una guerra contra las FARC no sería una causa humanitaria como el rescate de la minoría albanesa perseguida por los serbios. A los ojos de la fuente del Departamento de Estado, sólo una hipotética guerra contra los carteles de la droga justificaría una invasión de la cual, salvo Pastrana, con su popularidad en baja, los colombianos serían los últimos en enterarse.
Pero prevalece por ahora la posición de Clinton, avalada por la política de no intervención que dicta desde el Brasil el presidente Fernando Henrique Cardoso, más perjudicado que los otros vecinos de Colombia, si cuadra, por una frontera caliente que, cruz diablo, podría detonar desgracias por doquier.
De ahí que, a pesar del riesgo, el ala blanda de Washington haya decidido apelar hasta ahora al modelo 1965: suministrar informes de inteligencia, asesoramiento, entrenamiento y equipos de combate a las fuerzas armadas colombianas. Nada más, al menos en público, de modo de respetar una ley norteamericana que impide que los muchachos de la CIA, de la DEA y demás participen en operativos in situ. Segundos, afuera, en definitiva.
No queremos otro Vietnam ni queremos que digan que ahí vienen los yanquis o los marines, porque tampoco hay garantías de victoria, menea la cabeza uno de ellos mientras recuerda que en el primer contacto entre Clinton y Pastrana, en una sala contigua del Salón Oval, había un mapa de Colombia detrás del escritorio. Señal elocuente del interés de Washington en el narcotráfico, no en la guerrilla en particular, después de las sospechas que enturbiaron la gestión del ex presidente Ernesto Samper.
La ayuda económica de los Estados Unidos creció significativamente desde la asunción de Pastrana, hace un año. Aviones norteamericanos han realizado más de 2000 misiones antridrogas en su propio país (en especial, en Florida), en Honduras, en Ecuador y en Colombia. Uno de ellos, curiosamente, se estrelló el 21 de julio en el sudeste de Bogotá.
Pero Washington, como afirman en la Casa Blanca, no puede dejarse llevar por impulsos. Ya cometió un error en América latina: haber promovido en 1973 el golpe de Estado en Chile, más en defensa de las inversiones norteamericanas que del ascenso de un dictador de la talla de Pinochet y de otros parecidos allende los Andes. Ahora, confiesan, pensamos dos veces antes de mover un dedo. Mea culpa que le dicen, por más que Castro y Tirofijo, los malos del 65, sean los únicos que permanezcan en escena en medio de vacilaciones y certezas.
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