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Con un ataque en aguas internacionales contra una lancha que supuestamente transportaba drogas, Donald Trump dio el pistoletazo de salida (starting shot, en su léxico) contra el régimen de Nicolás Maduro. La nave había partido de Venezuela. Iba a Estados Unidos. Murieron 11 personas. Pertenecían, según Trump, al cártel Tren de Aragua, nacido hace más de una década en una prisión del Estado homónimo del centro de Venezuela. La pandilla en cuestión operaría al mando de Maduro, según el gobierno norteamericano, a pesar de una evaluación rebatida por su propia inteligencia.
Maduro, mientras tanto, estaba dándose un baño de masas o de “amor patriótico”, como señaló un meloso presentador de la televisión de su país. Caminaba con su mujer, Cilia Flores, por las calles del barrio de su infancia. El envío de buques norteamericanos a aguas de Venezuela para frenar el narcotráfico se vio ahora coronado por la primera acción concreta. La acusación de Trump iba contra el Cártel de los Soles, presuntamente dirigido por Maduro y respaldado por «individuos venezolanos de alto rango». Lo tildaron de organización terrorista, pero persisten las dudas sobre su existencia.
La pregunta del millón: ¿puede Trump tumbarlo por la fuerza? Debería pedir autorización al Congreso, porque, en principio, no podría usar como excusa la defensa propia. La directiva de la Casa Blanca contra algunos cárteles, razón del despliegue militar de Estados Unidos frente a las costas caribeñas de Venezuela, memora el envío de 20.000 soldados a Panamá para derrocar al dictador Manuel Noriega, también acusado de narcotráfico, en 1989. Lo condenaron en 1992. Murió en Ciudad de Panamá en 2017. Lo evoca Maduro, sin mencionarlo, para hacerse sentir víctima de una falsa narrativa.

El Informe Mundial sobre las Drogas de la ONU, al cual se aferran Maduro y los suyos como gatos al calor de las mantas, indica que los narcotraficantes mueven apenas el cinco por ciento de la cocaína producida en Colombia, Bolivia y Ecuador a través de Venezuela. ¿Yo, señor? No, señor. Un despliegue militar no solo vaticina una lucha sin cuartel contra la droga, sino también un cambio de régimen. La directiva de Trump, aún secreta, da vía libre al Pentágono para desplazar buques y tropas. En respuesta, Maduro anunció la movilización de 4,5 millones de milicianos en su país.
En marzo, Trump firmó una orden ejecutiva en la que declaraba que podía utilizar la Ley de Enemigos Extranjeros. La norma del siglo XVIII, no invocada desde la Segunda Guerra Mundial, permite enviar a presuntos miembros del Tren de Aragua al Centro de Confinamiento del Terrorismo (CECOT), cárcel de El Salvador, sin audiencias procesales. Los tribunales norteamericanos suspendieron esos traslados. El Congreso, a su vez, no autorizó ningún conflicto armado, excepto contra Al-Qaeda hace unos años. Marco Rubio, secretario de Estado, afirma que designar como terroristas a cárteles permite descargar munición pesada contra ellos.
Un tribunal aprobó en abril la ampliación de un programa de vigilancia sin orden judicial de la Agencia de Seguridad Nacional, la Sección 702. Antes requería la aprobación judicial para utilizar el plan de información de inteligencia relacionado con gobiernos extranjeros, la lucha antiterrorista o las armas de destrucción masiva. Ahora puede ser utilizado para la lucha contra la producción, la distribución o la financiación internacionales de drogas ilícitas. Sobre Maduro, presunto líder de un cártel, pesa una recompensa de 50 millones de dólares por su captura y procesamiento. De difícil ejecución mientras permanezca en su guarida.
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