Turquía apela al pragmatismo

La participación en la guerra siria y los acuerdos con Rusia y con Arabia Saudita no significan que se aparte de la Unión Europea, pero ha dejado de ser una prioridad su incorporación al bloque




Kaan Esener: "No podemos sentarnos a hablar con aquellos que dicen que saben todo" | Foto de Gabriela Valle
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ESTAMBUL – Los turcos se sienten incomprendidos. Sobre todo, por la Unión Europea. El presidente Recep Tayyip Erdogan planteó en estos días cuatro cuestiones que espera ver resueltas: los fondos para los refugiados sirios, la exención de visados para los suyos, más apoyo en lugar de “críticas injustificadas” para la lucha contra el terrorismo y un freno al afán de Chipre de explorar yacimientos de gas en su zona marítima. Erdogan enumeró esos reclamos durante un cónclave en la ciudad búlgara de Varna con el presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker; su par del Consejo Europeo, Donald Tusk, y el primer ministro anfitrión, Boiko Borisov.

En un segundo plano queda por ahora la incorporación al bloque europeo, admite Kaan Esener, subsecretario adjunto de Asuntos Exteriores de Turquía (vicecanciller, en la práctica), durante una reunión con periodistas argentinos. La organizó la Delegación de Asociaciones Israelitas de Argentina (DAIA). Su presidente, Ariel Cohen Sabban, aprovechó la ocasión para abogar por el reconocimiento turco del genocidio armenio. Se trata de una deuda histórica por la matanza de un millón y medio de personas entre 1915 y 1923, inspiradora del Holocausto.

Al vicecanciller Esener, entrenado para rebatirlo, le pareció excesivo el término genocidio, pero dejó abierta la posibilidad de discutirlo con otros gobiernos, incluido el argentino, de modo de destrabar la relación bilateral. Puso una condición: “No podemos sentarnos a hablar con aquellos que nos dicen que saben todo y que nosotros no sabemos nada”. Argentina, a diferencia de Israel y de otros países, condena el genocidio. El último en reconocerlo ha sido Holanda, pero, acaso para no ahondar las diferencias, lo llama problema armenio.

En Estambul, la antigua Bizancio y Constantinopla, el Bósforo divide las aguas entre la orilla europea y la asiática. A imagen y semejanza del estrecho, el gobierno de Erdogan, desde Ankara, apoya un pie en cada continente, pero está más involucrado en el conflicto sirio y en la situación doméstica que en las exigencias de Bruselas. No es casual su acercamiento a Arabia Saudita en desmedro de Irán, quizá para confirmar el rumbo pragmático emprendido en 2011, durante la Primavera Árabe, por la formación islamista y conservadora que alcanzó el poder en las legislativas de 2002, el Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP). El partido de Erdogan.

En ese plan, bautizado “política del buen vecino” por el ex canciller Ahmet Davutoglu, Turquía aprobó las transiciones en Túnez y en Egipto. En 2015 decidió intervenir en Siria. No por la participación de Rusia ni en defensa del dictador Bashar al Assad, aupado por Irán, sino por el respaldo de Occidente al Partido de la Unión Democrática (PYD), fracción kurda siria afiliada al Partido de los Trabajadores del Kurdistán (PKK), considerado terrorista al igual que el Daesh, ISIS o Estado Islámico. Ambos cometieron atentados en Turquía y, a los ojos del vicecanciller Esener, no guardan diferencias entre sí.

“¿Por qué la gente que odia a Erdogan ama al presidente egipcio Abdel Fatah al Sisi o aplaude las reformas del príncipe saudita Mohamed bin Salmán?”, se pregunta Kamil Ekim Alptekin, hombre de negocios vinculado al gobierno turco. En su momento, sobre Alptekin sobrevolaron sospechas por haberle encargado a Michael Flynn, efímero consejero de Seguridad Nacional de Estados Unidos, una investigación sobre el clérigo Fethullah Gülen, radicado en Pensilvania y acusado de haber perpetrado el golpe contra Erdogan en 2016. Flynn duró apenas 24 días en el gobierno de Donald Trump por haber mantenido contactos con el embajador ruso en Washington, Sergei Kislyak.

Alptekin admite que Erdogan es “autoritario, conservador y musulmán”, pero, aclara, “eso no lo convierte en un dictador”. A tono con la diplomacia turca, como miembro de la Junta de Relaciones Económicas Exteriores de Turquía (DEIK), pretende mostrarse pragmático. La política de “más amigos que enemigos”, alentada por el primer ministro Binali Yildirim, líder del oficialista AKP, excede la esfera pública. Es una suerte de credo en la popularidad de Erdogan y en la floreciente economía mientras en el Gran Bazar, por lo bajo, los comerciantes protestan por las escasas ventas y culpan sin piedad a los refugiados sirios. Cuatro millones. Un récord.

En Turquía, los seculares detestan a los islamistas, los creyentes a los ateos, los conservadores a los izquierdistas, la oposición a Erdogan y viceversa, pero el 86 por ciento coincide en algo: quiere que los refugiados se vayan. También Erdogan, afín al electorado nacionalista. En estos años, la habilidad para adaptarse a las circunstancias le permitió obtener fondos europeos para cobijarlos; codearse con Rusia y con Arabia Saudita; emprender purgas contra aliados de Gülen (entre ellos, periodistas) y pedir su extradición a Estados Unidos, y liberarse de recelos por sus presuntos nexos con el Daesh. Pragmatismo puro y duro. La fórmula del poder. De su poder.

Publicado en Télam

Jorge Elías
Twitter: @JorgeEliasInter



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