Cuando Santos viene marchando




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Al rendir cuentas de su primer año y medio de gobierno, Juan Manuel Santos instó a comienzos de este mes a las Fuerzas Revolucionarias de Colombia (FARC) a dejar de cometer fechorías: «La llave del diálogo está en mi bolsillo y no permitiremos que nadie juegue con ella”, martilló el presidente colombiano. En esos días, el ejército sufrió bajas en asaltos con fusiles y granadas y murieron civiles en ataques contra comisarías. No pudo ser peor la respuesta de la guerrilla más antigua del continente, deudora desde diciembre de 2011 de la liberación de seis militares que llevan 12 años en cautiverio.

Transcurrió una década desde el final de la cesión del gobierno de Andrés Pastrana de un área desmilitarizada de 42.000 kilómetros cuadrados, el tamaño de Suiza, para entablar el diálogo. Fueron 37 meses entre enero de 1999 y febrero de 2002. Ese año, tras el fiasco, Álvaro Uribe estrenó la presidencia bajo el asedio de atentados contra su vida, los Estados Unidos y la Unión Europea incluyeron a las FARC en sus listas de organizaciones terroristas y el Capitolio aprobó una ley por la cual la ayuda a Colombia iba a comprender, en una «campaña unificada», la lucha contra el narcotráfico y el terrorismo.

Seis años después, en vísperas del rescate de 15 rehenes entre los cuales se encontraban la ex candidata presidencial Ingrid Betancourt y tres contratistas norteamericanos, fuerzas especiales de los Estados Unidos interfirieron las comunicaciones de las FARC. Había surtido efecto aquella ley, resistida en el Capitolio por temor a crear un nuevo Vietnam. Ese era el latiguillo favorito del sucesor de Pedro Antonio Marín, alias Manuel Marulanda Vélez o Tirofijo: «Esperamos que esto no sea otro Vietnam”, me advirtió en la zona desmilitarizada Raúl Reyes.

Iba a ser abatido en Ecuador en marzo de 2008. Sobre la mesa, Raúl Reyes, nombre de  guerra de Luis Edgar Devia Silva, había puesto el fusil y la agenda. Tenía barba entrecana y estatura mínima. Miraba a su alrededor, precavido, detrás de unas gafas demasiado grandes para su rostro rollizo. Llevaba una gorra verde coronada con una estrella y un arsenal en la pechera y la cintura. Guerrilleros de ambos sexos, también pertrechados, seguían la trayectoria de un bolígrafo que apuntaba: “A nosotros insisten en mostrarnos como el Satanás de este paseo”. Lo eran, convengamos.

A 500 kilómetros al sur de Bogotá, en San Vicente del Caguán, las FARC custodiaban las cantinas, pobladas de prostitutas y camioneros. Corrían a mares la cerveza y el aguardiente. No había vendedores de drogas. Por principios, mentía Reyes, los “farianos” detestaban a los narcotraficantes, pero no pensaban deshacerse de ellos. Eran tal para cual. En las paredes había letreros del Movimiento Bolivariano por la Nueva Colombia y otros con la inscripción «No más» y la mirada severa del Che. Me recordaban al “¡Basta ya!” de los zapatistas mexicanos. Pura ilusión óptica.

Desde 1966, las FARC habían instaurado un Estado dentro del Estado. Tirofijo y Reyes administraban la maracachafa (cocaína), las armas, la vacuna (impuesto a hacendados y comerciantes) y la pesca milagrosa (secuestros al azar). Víctor Julio Suárez Rojas, alias Jorge Briceño Suárez o Mono Jojoy, ejercía el mando militar, y Guillermo León Sáenz Vargas, alias Alfonso Cano, remozaba la ideología. A su vez, Manuel de Jesús Muñoz Ortiz, alias Iván Ríos o José Juvenal Velandia, y Luciano Marín Arango, alias Iván Márquez, manejaban las relaciones internacionales.

Excepto Tirofijo, la mayoría murió en circunstancias violentas. «Nuestro concepto de democracia es distinto del que manejan los que están gobernando Colombia”, continuó Reyes, socio (concubino) de Lucía Marín, hija de Tirofijo. Más contundente había sido Cano: “Somos subversivos y, definitivamente, estamos fuera del sistema democrático –me dijo con tono de político en campaña–. Subvertir el orden constitucional es nuestra razón de ser, así como nuestra meta es tomar el poder político”. Lo mató el ejército en noviembre de 2011.

En un par de semanas con ellos en la zona desmilitarizada, sólo Martha González logró conmoverme. Tenía 26 años. Había pasado más de la mitad de su vida en las FARC. “Ingresé a los 12, después de que los militares asesinaron a mi padre”, me contó sin soltar en ningún momento el fusil. Estábamos en medio de la calurosa y pegajosa maraña de árboles, matas, insectos y culebras del Caguán, en Caquetá, donde nació, creció y, muerto su padre, tomaba las armas o cultivaba coca. Tomó las armas, como otros adolescentes en situaciones similares.

Frente a ese dilema, ¿fue ingenuo Pastrana con su intento de diálogo? Académicos colombianos y norteamericanos concluyeron este mes que pudo ser ineficaz, pero eso “no significa descartar una opción negociada”, sino “aprender de los fracasos” y no pactar “en medio de hostilidades”. Santos y el líder de las FARC, Rodrigo Londoño, alias Timoleón Jiménez o Timochenko, coinciden en retomar la agenda, no el método. Si el pasado es prólogo, como juzga el documento A los diez años del Caguán: algunas lecciones para acercarse a la paz, quizá no todo haya sido en vano para acertar ahora con la llave que clausure el desencanto.



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