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Los negocios privados de los mandatarios despiertan suspicacias en todo el mundo
Apenas concluye su labor como canciller de Alemania, Gerhard Schröder acepta ser el presidente del consejo de vigilancia de una filial de la compañía Gazprom. No espera ni un mes. Pasa a cobrar 350.000 dólares anuales. Es un escándalo. Entre sus últimos actos de gobierno, el antecesor de Angela Merkel brinda avales al gigante gasífero ruso para un préstamo. De saber que va a ser uno de sus principales ejecutivos, ¿habría sido más cuidadoso en los acuerdos con su amigo Vladimir Putin?
En Alemania y otros países son incompatibles los negocios privados con la función pública. Difícilmente salga indemne un mandatario cuyo patrimonio se incremente en forma excesiva durante su gestión o, después, se valga de una posición de privilegio para hacer una diferencia, como en la Argentina de los Kirchner. De hacerla, esa diferencia será para la campaña por la reelección, como ocurre en 1996 con Al Gore como ladero de Bill Clinton: le achacan que usa el teléfono de su despacho, en lugar del particular, para pedir contribuciones. Es una actitud rayana en la extorsión. No todos los días llama el vicepresidente de los Estados Unidos a un empresario o un banquero.
Antes del dilema ético de Schröder, el canciller alemán que derriba con Mikhail Gorbachov el Muro de Berlín, Helmut Kohl, pierde en 2000 la presidencia honoraria de la Unión Cristiana Democrática: descubren que ha nutrido con fondos de origen dudoso las arcas partidarias en las elecciones de 1994; actúa en complicidad con el presidente de Francia, François Mitterrand, jaqueado en 1988 por financiar su campaña con facturas falsas. El dinero proviene del mismo traficante de armas. No engrosa sus bolsillos; apuntala sus ambiciones. Una cosa no compensa la otra.
En 2008, Barack y Michelle Obama embolsan 2.656.902 dólares y, en concepto de impuestos, pagan 855.323. Gran parte de las ganancias procede de las ventas de los libros del entonces senador por Illinois, The Audacity of Hope (La Audacia de la Esperanza) y Dreams from my Father (Sueños de mi Padre). De disponer ahora de su propio patrimonio, la pareja presidencial podría hacer rentables inversiones: la información es el bien más caro y perecedero del mundo.
Desde que Obama u otro presidente arriba a la Casa Blanca, el patrimonio queda en manos de un blind trust (fideicomiso ciego) que, vedado de establecer contacto con él, se encarga de administrarlo hasta el final del mandato. Es un analgésico: le evita dolores de cabeza y, sobre todo, conflictos de intereses. Después de los cuatro años de gobierno o, si resulta reelegido, de los ocho, cobrará una jubilación decorosa de algo más 180.000 dólares anuales y tendrá varios privilegios, como transportes, custodios y asistentes. Si su capital ha crecido, enhorabuena. Si no, paciencia: los libros de historia valen más que los libros contables.
El padre de la perestroika (transformación) y sepulturero de la Unión Soviética, Gorbachov, recibe una pensión mensual de 1500 dólares; por otros carriles se gana la vida como modelo, entre otras firmas, de Louis Vuitton. De ella también será modelo el ex primer ministro británico Tony Blair, una máquina de hacer dinero como conferencista (llega a cobrar 3000 dólares por minuto) y asesor de compañías financieras y de seguros. Tiene una pensión anual de más de 100.000 dólares. Por sus memorias recibe ocho millones de dólares. Es lo mismo que cobra por las suyas Bill Clinton, acosado al final de su gobierno por deudas con abogados a raíz de los escándalos con Monica Lewinsky, Paula Jones y compañía.
Ni Gorbachov ni Blair ni Clinton amasan fortunas en el ejercicio de sus cargos. Ni Fidel Castro, medio siglo después de la revolución cubana, se jacta de ello: “Toda mi fortuna, señor Bush, cabe en el bolsillo de su camisa”. A la luz de las leyes alemanas, el ex canciller Schröder no comente ningún delito por dar el brinco al mundo empresarial apenas concluye su labor, pero se enfrenta al escarnio. En idénticas circunstancias, uno de sus antecesores ilustres, Konrad Adenauer, pasa a presidir el partido, jugar bochas y cuidar las rosas del jardín.
¿Es necesario que existan leyes para mitigar la codicia de ciertos mandatarios? En la Argentina, más allá de la obligación de presentar cada año la declaración jurada de bienes, no tienen restricciones para disponer de ellos. En el Reino Unido, tampoco existen límites para los diputados, pero, frente a excesos de tal magnitud que provocan la primera separación de un speaker (presidente de los Comunes) en tres siglos, 390 de los 752 se ven obligados a devolver cerca de dos millones de dólares cargados al erario con gastos tan extravagantes como la limpieza de piscinas, la construcción de una casa para patos, los arreglos de canchas de tenis y la compra de televisores de plasma.
Lo curioso es que el costo de la auditoría supera el monto que van a devolver. Es dinero bien invertido para preservar el buen nombre y honor de la institución. En esas esferas, los libros de historia también valen más que los libros contables. Como debería ser. Siempre.
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