Un mundo feliz




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En la geografía de la dicha, Chávez pone a Venezuela en un engañoso primer peldaño

CARACAS.– En el primer aniversario de la crisis global desatada tras la quiebra de Lehman Brothers, Nicolas Sarkozy insinúa que los indicadores económicos no son fiables si no incluyen el grado de bienestar de la gente. La idea viene rondándole desde 2007. El presidente francés propone medir ahora el índice de la felicidad como en el remoto reino de Bután. Sería un complemento de “la religión del número”, aportada por el producto bruto interno. En eso, en humanizar las estadísticas, ha consistido el trabajo de 18 meses de una comisión internacional de notables presidida por Joseph Stiglitz, premio Nobel de Economía.

Desde hace tiempo, la espada más filosa del conservadurismo británico, David Cameron, señala que algo está fallando en las mediciones: “Tendríamos que pensar no sólo en lo que es bueno para meter dinero en los bolsillos de la gente, sino, también, en lo que es bueno para meter alegría en sus corazones”. En 2002, el gobierno laborista de Tony Blair organiza un seminario de “satisfacción vital”; sugiere, entre otras cosas, aplicar un índice de la felicidad bruta interna al igual que Bután, enseñar “habilidades de felicidad” en las escuelas, tender a “un equilibrio entre el trabajo y la vida” y aumentar los impuestos a los ricos.

Sugiere, no más. En el primer mapa mundial de la felicidad, trazado en 2006 por la universidad británica de Leicester, Venezuela resulta ser el país más feliz de América del Sur, título siempre concedido a Colombia a pesar de sus dificultades internas, y el segundo de América latina después de Costa Rica. Le viene de perillas a Hugo Chávez para alardear que su país como Bután (en lengua nativa, Druk Yul, la tierra del dragón del trueno) aprueba las tres materias básicas: esperanza de vida, bienestar económico y acceso a la educación.

No cuentan la polarización ni la crispación de la sociedad venezolana. «Esta suma de felicidad la hemos alcanzado porque nuestro gobierno garantiza a la población su alimentación, su salud, su vivienda, sus servicios básicos –celebra Chávez–. Esta es la línea central de la doctrina popular bolivariana.» Más allá de cualquier vertiente ideológica, el índice de la felicidad de América latina es el más alto desde el retorno de la democracia en contradictoria coincidencia con el índice de la insatisfacción popular, no necesariamente bolivariana.

Década tras década, con puntualidad británica, el poder cambia de manos. En 1930 avisa el filósofo británico Bertrand Russell: “El poder, mantenido dentro de límites adecuados, puede contribuir mucho a la felicidad, pero como único objetivo en la vida conduce al desastre interior si no exterior”. Lo postula en La conquista de la felicidad, publicado en medio de la Gran Depresión.

Poco después, otro británico, el escritor James Hilton, inventa un edén en el cual la dicha parece posible: Shangri-La. Lo ubica, en su novela Horizontes perdidos, en un valle del Himalaya. En ese sitio, entre la India y China, está el reino budista de Bután; es tan excéntrico que no mide el producto bruto interno, sino la felicidad bruta interna.

En él, según la Constitución en vigor desde 2008, las actividades económicas no deben evaluarse según las ganancias que reditúen, sino según la felicidad que proporcionen. No es una ecuación fácil. De pilares como la economía, la cultura, el medio ambiente y el buen gobierno deben desglosarse las áreas de bienestar psicológico, ecología, salud, educación, cultura, nivel de vida, uso del tiempo, vitalidad de la comunidad y gestión gubernamental. Cada una de ellas, a su vez, tiene su propia escala de valores hasta determinar, con 72 variables tan dispares como la frecuencia de la oración y el pensamiento de suicidio, el índice de la felicidad.

¿Es aplicable esa fórmula fuera de Bután, minúsculo territorio del tamaño de Suiza que ha vivido aislado durante más de un milenio? En Venezuela, la prédica de Russell sobre los límites del poder está más a cerca de las renuncias de Simón Bolívar que de las ínfulas de Chávez. Lejos está su gobierno, enfrentado con la oligarquía, la prensa, el imperio y sus lacayos, de alentar la versión caribeña, o chévere, de Shangri-La.

En palabras de Jean-Paul Sartre, “el infierno son los otros”. En realidad, el paraíso de un hombre suele ser el infierno de otro. La felicidad, según Immanuel Kant, es un ideal de la imaginación, no de la razón. En lo personal, mayores ingresos no reportan mayores placeres, sino mayores pesares. La mera búsqueda de la felicidad por esa vía conduce a la infelicidad.

Desde Francia, Sarkozy insta a toda Europa a medir el índice de la felicidad. En él suele estar en los primeros peldaños Suiza. ¿Qué tiene en particular un país en el cual es legal la asistencia al suicidio, pero es ilegal colgar la ropa en el balcón, tirar la cadena después de las 10 de la noche y cortar el césped en domingo? En Suiza, donde el gobierno cuenta poco, la comodidad es amiga de las normas; en Venezuela, donde el gobierno interviene mucho, la comodidad es, en apariencia, enemiga de la presunta revolución, excepto cuando cae el precio del petróleo y conviene ser hereje de la “religión del número”.



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