Condenados al éxito




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Las peores consecuencias del atentado a las Torres Gemelas son la guerra contra Irak y el deterioro de la imagen de los EE.UU.

Un martes, según Gore Vidal, crea Alá la oscuridad. Un miércoles, según Le Monde, “nous sommes tous américans (todos somos norteamericanos)”. Un jueves, tantas Torres Gemelas se desploman en Irak como aquel martes en Manhattan. Al día siguiente, el mundo todo, sin distinción de credos ni razas, hace suya la tragedia. En francés, desde París, la veta ambivalente hacia los Estados Unidos, tan arraigada en Europa como en otros confines del planeta, queda en suspenso. O suspendida hasta nuevo aviso. Es un mandato, casi, sentir pena por esos 3000 infelices que nunca supieron por qué, aquella mañana del martes aquel, los aviones cambiaron de rumbo al ras del horizonte.

Seis años después, poco antes de las elecciones por las cuales Nicolas Sarkozy sucedió a Jacques Chirac, las tres cuartas partes de los franceses advirtieron en las encuestas de opinión que aquel miércoles,  12 de septiembre de 2001, había sido una excepción. Habían actuado con el corazón, pero después, como consecuencia del arduo debate por la guerra contra Irak en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, recobraron la razón. Y la razón, más allá de los intereses de su gobierno en los dominios del difunto Saddam Hussein, era oponerse a las matanzas que cada jueves, o cualquier día, comenzaron a deslucir el éxito de las guerras preventivas del cual sólo George W. Bush se jactó.

Seis años después, los Estados Unidos no recuperaron la ola de simpatía que despertaron aquel martes. Ni lograron cambiar la imagen externa, sintetizada en aventuras imperiales guiadas por una arrogancia peligrosa. Tal fue la magnitud del cambio de rumbo de los aviones que las guerras en sí mismas dejaron de depender de estrategias militares y, como en Irak, empezaron a ceñirse a tácticas policiales y servicios de inteligencia.

En ese lapso, Al-Qaeda dejó de ser fiel a su identidad: la base; es decir, un sitio fijo de reunión, adoctrinamiento y entrenamiento. Con un sistema de franquicias más habitual en una compañía multinacional que en una organización terrorista, la banda de Osama ben Laden echó mano de las herramientas de la globalización, como Internet y la hawala (red financiera informal). E hizo suyas todas las causas contra los Estados Unidos y sus aliados: desde Irak y Afganistán hasta Palestina y el Líbano.

En el mundo musulmán, más informado por Al-Jazeera que por CNN, una pregunta básica nunca tuvo la respuesta adecuada: ¿cómo confiar en un país que, más allá del presidente de turno, sostuvo dictaduras en nombre de la estabilidad y que, para promover la democracia, declaró guerras preventivas y, por ellas, violó los derechos humanos y creó sospechas con su necesidad de petróleo, la principal riqueza de la región? Irak, sin armas de destrucción masiva ni lazos con Ben Laden, no tuvo participación alguna en la voladura de las Torre Gemelas.

Todas esas contradicciones surgieron de la reacción de Bush después del 11 de septiembre de 2001, fecha tan trascendente como el 9 de noviembre de 1989 por la caída del Muro de Berlín y el final de la Guerra Fría. ¿Sabía Ben Laden que los Estados Unidos iban a aprovechar la conmoción para combatir, en primer término, contra el régimen talibán en Afganistán, cual acto reflejo de la invasión soviética? En ese momento, el respaldo era unánime. Persistía esa sensación de “nous sommes tous américans”. Duró poco, empero.

¿Cayó en una trampa el gobierno de los Estados Unidos? Bush se envalentonó. Y, eliminados algunos cabecillas del régimen talibán, nido de Al-Qaeda, y destruidas varias de sus vías de comunicación, fue por más a Irak sin el respaldo internacional aconsejable para tener un margen mínimo de error. No cometió uno, sino cientos de errores. Y, a pesar de ello, resultó premiado con la reelección en 2004 y el control republicano del Capitolio.

Donald Rumsfeld, ex jefe del Pentágono, medía el éxito el Irak con una ecuación dudosa: la cantidad de terroristas eliminados debía ser superior a la cantidad de terroristas reclutados. En 2003, poco después del comienzo de la guerra, eran menos de 5000; en 2006, tres años después, eran más de 20.000. Hubo en todo momento más terroristas reclutados que terroristas eliminados. Bush, sin embargo, nunca devaluó el éxito.

El derroche de la solidaridad internacional no sólo se vio reflejado en las encuestas de opinión realizadas entre los franceses, sino, también, entre los musulmanes, más propensos que los occidentales a creer en el choque de las civilizaciones. Entre otras causas, por la discriminación creciente a la cual, por motivos de seguridad o por su aspecto, suelen exponerse en los Estados Unidos y Europa.

En un planeta regido por el principio de llegar primero, no importa cómo, el mensaje de Al-Qaeda se centró en las humillaciones a las cuales fueron sometidos sus pueblos por la colonización, la debilidad política y el estancamiento económico. Lo usó en beneficio propio, sin brindarle respaldo a Ben Laden, el presidente de Irán, Mahmoud Ahmadinejad, envalentonado como Bush antes de la guerra contra Irak, en su carrera por disponer de un arsenal nuclear.

Sin el precedente de Irak, la comunidad internacional hubiera enfriado a tiempo sus planes. Con el precedente de Irak, la comunidad internacional se sintió limitada en las demandas formuladas a Ahmadinejad. Hasta Kim Jong-Il, el mandamás de Corea del Norte, supo sacar ventaja de su poca honrosa inclusión en el “eje del mal”. Probó cuantos misiles quiso y, después, se mostró dispuesto a negociar una convivencia menos ríspida con Corea del Sur.

Con el precedente de Irak, ¿qué Estado tiene derecho a la autodefensa, excepto que sea atacado, ante la posibilidad de que otro Estado planee atacarlo e invadirlo a la vieja usanza? Israel, por ejemplo, quedó atado de pies y manos frente a la amenaza de Ahmadinejad de borrarlo del mapa y, frente a las provocaciones de Hezbollah en el sur del Líbano y de Hamas en Gaza, debió ser más cuidadoso que nunca ante la posibilidad de excederse en las represalias.

La guerra contra Irak, en la cual Bush supo desde un primer momento que estaba condenado al éxito, tuvo varios daños colaterales. Entre otros, el éxodo masivo de la gente hacia zonas del país o incluso países más seguros: en promedio, 40.000 por mes; en total, más de dos millones, según el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados. Se trata del mayor éxodo en Medio Oriente desde 1948.

En 2006, la victoria de los demócratas en las elecciones de medio término adquirió la forma de un mensaje político. La mayoría de los norteamericanos se pronunció en contra de continuar en Irak. Bush respondió con el refuerzo de las tropas como una reivindicación de su poder a plazo fijo hasta enero de 2009. Actuó con los reflejos de la Guerra Fría, así como con su interpretación personal sobre la influencia religiosa en la historia.

Esa actitud, despojada de todo viso imperialista desde el momento en que respetó la premisa inicial de restituir la seguridad y ordenar el retiro de las tropas, no pudo contener el enorme rechazo que cosechó en el exterior. Sarkozy entendió que podía restablecer la relación bilateral con los Estados Unidos, dañada por la posición inflexible de Chirac. Seis años después del horror, pocos se atreverían a decir como aquel miércoles: “Nous sommes tous américans”.



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