Causa y defecto




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La cumbre de la Unasur demostró cuán devaluada está la palabra de los presidentes

Desde aquel frío domingo en París con la foto en alto de Ingrid Betancourt, aún rehén de las FARC, Cristina Kirchner parece más propensa a juzgar a Álvaro Uribe por sus actos que a condenar la cruz de masacres, desplazados y demás miserias derivadas del yugo del narcotráfico en Colombia. En ese momento, en una multitudinaria marcha con Carla Bruni y funcionarios franceses, la presidenta argentina pide a su par colombiano, entonces de malas con Nicolas Sarkozy, que facilite el canje humanitario de rehenes por guerrilleros presos. Es abril de 2008.

En el último día de 2007, Néstor Kirchner ha regresado malhumorado de la selva colombiana tras el fracaso de la Operación Emmanuel, montada por Hugo Chávez. Emmanuel es el hijo de Clara Rojas, secuestrada con Ingrid en 2002. Ha nacido en cautiverio. En coincidencia con la misión, Uribe revela que el niño se encuentra en un hogar sustituto de Bogotá. El resultado del desplazamiento desde Caracas de los llamados comisionados queda grabado en la mala cara del ex presidente argentino. “Estamos llenos de motivos para desconfiar de las FARC”, proclama Uribe, reacio a tolerar tanto la presencia extranjera como, meses después, el reclamo de Cristina Kirchner.

Estamos llenos de motivos para desconfiar de nosotros mismos. Más allá de los gestos por los secuestrados, la imprudencia roza la injerencia y, en cierto modo, puede ser peor que ella. ¿Qué presidente acepta que un presidente sospechoso de llevarse de maravillas con su peor enemigo ingrese en su territorio con otros extranjeros y una senadora opositora en plan de rescatar a un niño y, sobre llovido,  que una presidenta, con el agravante de pertenecer a la misma región y hablar el mismo idioma, clame desde la glamorosa París por una fórmula de liberación de rehenes que él rechaza por creerla ineficaz?

No sólo las FARC inspiran desconfianza. Durante el gobierno de George W. Bush, Uribe se corta solo: envía tropas a Irak, al igual que los gobiernos centroamericanos, sin reparar en la fisura que causa en la región. En su primera audiencia con Barack Obama, en el Salón Oval, plantea el daño que provocará al Plan Colombia el cierre de la base de Manta, Ecuador, decidido por Rafael Correa cual reflejo de la mala relación entre ambos. Es el prólogo del acuerdo con los Estados Unidos y la disputa con América del Sur por el aumento de tropas norteamericanas en bases colombianas mientras, en casa, insiste en ser reelegido por segunda vez; no ha aprendido de Carlos Menem y Alberto Fujimori.

Como Uribe, más allá de su perfil ideológico en apariencia opuesto en una región en la cual izquierdas y derechas confluyen en populismos exacerbados por la protesta social, Chávez también se corta solo: apela a “la tradicional retórica antiyanqui”, según la definición de Obama, e involucra a los Estados Unidos hasta en el derrocamiento de uno de los suyos, el presidente de Honduras, Manuel Zelaya, sostenido en el exilio por todos, en forma inequívoca, hasta que sea repuesto.

“La cultura de la comunicación política con altos grados de desconfianza fustiga la forma tradicional de hacer política y refleja los problemas de tolerancia y pluralidad que aquejan a las sociedades de la región”, evalúa Latinobarómetro. Por la desconfianza es convocado Uribe a la segunda cumbre en pocos días de la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur), esta vez en Bariloche, y por idéntico motivo, antes de ingresar en la sala, supedita su presencia a la transmisión del debate, “en tiempo real”, por televisión.

Uribe plantea que su país “recibe mensajes de pésame en todos los foros internacionales, pero colaboración práctica, poca». Es el punto: las FARC, reflejo de la tragedia colombiana después de despertar simpatías en algunos de los actuales presidentes latinoamericanos, todavía no han recibido la repulsa adecuada. Los norteamericanos son los principales consumidores de drogas, pero los vecinos de Colombia, cada vez más aquejados por ese flagelo, no hacen nada para evitar la presencia que tanto les irrita en las bases colombianas, excepto objetarla.

Lo insinúa Uribe, más abierto a la cooperación que sus antecesores. Obtiene, en el documento final de la Unasur, “nuestro compromiso de fortalecer la lucha y la cooperación contra el terrorismo y la delincuencia transnacional organizada”. Es la consecuencia de algo positivo: los presidentes se han planteado por primera vez el derecho de un país a firmar un acuerdo con un tercero en discordia para enfrentar al terrorismo y el narcotráfico.

Pesa el diálogo telefónico de Lula con Obama antes de la cumbre. Chávez amenaza con romper lanzas con Colombia e insiste en los “vientos de guerra”. Lo serena Lula, temeroso de que el bloque, de hechura brasileña, se desmorone. Lo mismo puede suceder si deserta el presidente colombiano. En ese delicado equilibrio, la palabra presidencial queda devaluada. Uribe dice lo suyo, pero la duda persiste. El enemigo está al acecho: son los Estados Unidos, no las FARC.

En Venezuela, según Uribe, hay dos cabecillas de las FARC. Pide su captura; Chávez prefiere “no caer en provocaciones”. Los otros no opinan. La desconfianza es prima hermana de la aparente contradicción entre honrar al secuestrador y rezar por el secuestrado.



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