Carrozas de fuego




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Rumbo a Pekín, la antorcha olímpica enciende cada vez más objeciones a China

En dos palabras resumió China su solicitud de ser sede de los Juegos Olímpicos: reforma y apertura. En todas sus acepciones, reforma y apertura son argumentos políticos, no deportivos. Por esos argumentos políticos, precisamente, las protestas de cada marzo en el Tíbet contra el régimen comunista de Pekín estallaron, en este marzo en particular, con mayor vehemencia que en años anteriores. Desde las marchas por la democracia en 1989, en forma casi simultánea con la matanza de la Plaza de Tiananmen y la caída del Muro de Berlín, la extraordinaria paz de la ciudad sagrada de Lhasa no se veía turbada por tiroteos y destrozos.

En ella, capital del Tíbet, la mayoría étnica, de nombre han, impone las reglas. En ella, la brecha entre ricos (chinos) y pobres (tibetanos) es mayor que en cualquier otra ciudad china. En ella, los tibetanos recuerdan cada 10 de marzo, desde 1959, las revueltas que forzaron al Dalai Lama a exiliarse en la India.

En este marzo, la dispersión de la protesta organizada por los monjes derivó en represalias que conmocionaron al mundo, felizmente  sensible frente a los atropellos contra las minorías étnicas y otras atrocidades. Las autoridades chinas se apresuraron a declarar que las fuerzas de seguridad no habían abierto fuego y que, en realidad, todo era obra de “un espíritu perverso con rostro humano y corazón de bestia”.

El descarnado retrato del Dalai Lama, hecho por el jefe del Partido Comunista del Tíbet, Zhang Qingli, logró aquello que los tibetanos creían imposible: unirse en el reclamo de autodeterminación (no de independencia, como Taiwan).

El reclamo se tradujo, 10 días después de las trifulcas, en el repudio al régimen chino en Londres, punto de partida de la antorcha olímpica. Con él afloraron no sólo las protestas por el sometimiento del Tíbet, sino, también, por la violación de los derechos humanos en todo el país y por la connivencia del régimen con hacedores de masacres, como los gobiernos de Sudán, en la región de Darfur, y de Myanmar (ex Birmania). En ambos casos, el poder de veto de China como miembro permanente del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas impidió intervenciones que pudieron haber salvado no pocas vidas. Los negocios valieron más que las causas humanitarias.

Quizá por eso, así como por su origen surcoreano y sus discrepancias con China desde que era canciller, el secretario general de las Naciones Unidas, Ban Ki-moon, adujo que, “por razones de agenda”, no asistirá a la ceremonia inaugural de los Juegos Olímpicos. Tampoco irán el primer ministro británico, Gordon Brown, ni la canciller de Alemania, Angela Merkel. Lo están pensando George W. Bush, Nicolas Sarkozy y otros líderes, sobre todo europeos.

No están pensando en impedir que sus deportistas compitan, como sucedió en 1980 con el boicot masivo contra los Juegos Olímpicos de Moscú por la invasión soviética a Afganistán, sino en solidarizarse con los tibetanos y las otras minorías étnicas por medio de la inasistencia a la ceremonia inaugural. Es el plan del Dalai Lama, partidario de darle al régimen chino la oportunidad de exhibir sus progresos en reforma y apertura.

En cada edición de los Juegos Olímpicos, la coyuntura política prima sobre la justa deportiva. En 1908, los atletas irlandeses, molestos con el Reino Unido por negarle la independencia a Irlanda, no concurrieron a Londres. En 1936, los nazis procuraron usar a Berlín como pantalla de su nefasta propaganda hasta que el atleta negro Jesse Owens silenció con sus medallas la intención de Hitler de exaltar las aparentes virtudes de la raza aria. Y así sucesivamente hasta 1972, con el crimen de atletas israelíes en Munich a manos de un comando palestino, y 1976, con la deserción en Montreal de las delegaciones de África y el Caribe como apoyo a la campaña contra el apartheid en Sudáfrica.

En esta edición de los Juegos Olímpicos, China se propone ufanarse de un estilo de vida pulcro y ejemplar, algo así como el clímax del capitalismo dentro del comunismo, sin marchas de protesta ni personas sin hogar ni disidentes religiosos ni presos políticos ni otros aguafiestas capaces de alterar la meseta de la modernidad que alcanzó con las torres opulentas en Shangai y las fortunas amasadas en Pekín.

Esa falsa imagen de prosperidad requiere un férreo control estatal. El Tíbet, empero, tocó la fibra más sensible del régimen: la exaltación del nacionalismo. Esa reacción tuvo su correlato en la inoportuna declaración unilateral de independencia de Kosovo, bendecida, en este marzo, por la Unión Europa y los Estados Unidos, contra la voluntad de Serbia. Coincidió, a su vez, con un peligro aún mayor: que Taiwan, el otro apéndice doloroso, lance un referéndum para ser miembro de las Naciones Unidas.

¿Tambalea la unidad territorial que forjó Mao en 1949 en un país en el que viven 1000 millones de pobres, de los cuales 300 millones ganan menos de un dólar por día? Tal vez sea el precio de las promesas que empeñó China en su solicitud de ser sede de los Juegos Olímpicos: reforma y apertura. Un precio alto frente al escenario no deseado por el régimen: la desintegración al estilo soviético. Por razones políticas, no deportivas.



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