La isla de la fantasía




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La influencia de los gobiernos de los Estados Unidos, Venezuela, Brasil y España será decisiva en la inminente transición

En vísperas de la parada militar del 2 de diciembre en la plaza de la Revolución, la gran incógnita no era la presencia de Fidel Castro. Ya no. Que estuviera poco iba a cambiar la situación. Desde el 31 de julio había delegado el mando en su hermano Raúl. Excepto esporádicas apariciones con el diario oficial Granma de la fecha correspondiente sólo para demostrar que seguía vivo, todo se centraba en el secreto mejor guardado de la isla: su estado de salud, librado a la decisión del destino de mantener el pulgar erguido o inclinarlo hacia abajo. Faltaba después de 47 años. Faltaba y, con su ausencia, abonaba la intriga sobre el desenlace. El desenlace de Cuba, más que el suyo.

Febriles comenzaron a ser los contactos reservados con los gobiernos de Hugo Chávez, por un lado, y de George W. Bush, por el otro. Febriles y, en ocasiones, precipitados. Sobre la mesa, aún dominada por el errático pulso de Castro, Raúl tenía dos cartas cubiertas. Debía mostrar una frente a los Estados Unidos. Debía optar, en realidad, entre ser hostil o conciliador. Prefirió ser conciliador. Contaba con el presumible guiño de su hermano. Sobre todo, por una señal emitida desde Washington: el cambio no iba a gestarse en Miami, polo de poder de los cubanos exiliados, sino en La Habana. Era, en cierto modo, la garantía de una transición ordenada hacia una nueva etapa. Hacia la democracia, quizá.

Raúl no actuó solo, pero entendió que ser hostil hubiera complicado el delicado equilibrio de la revolución sin su mentor. El gobierno de Bush, al igual que todos sus antecesores desde 1959, nunca  llegó a comprender la esencia del régimen cubano ni su influencia en América latina. No pecó de ingenuo en comparar el fin de la era Castro con la muerte de Augusto Pinochet, en retiro efectivo desde hacía tiempo. Uno sirvió de comodín a otros países americanos, incluido Canadá, ante los afanes hegemónicos de los Estados Unidos; el otro instauró una dictadura de signo opuesto cuya agencia de promoción, la Operación Cóndor, no tuvo más identidad ideológica que la eliminación de sus enemigos o detractores.

Sin Fidel, empero, el régimen cubano, excluido de la Organización de los Estados Americanos (OEA) por no ser democrático, perdió su última carta: la legitimidad. De ahí, el mensaje de Raúl: respeten nuestra independencia y, sobre esa base, acepten negociar. ¿Negociar el éxodo o negociar el retorno? Negociar, en principio, una transición pacífica bajo la condición de que no será vulnerada la soberanía.

Garante de ella pretende ser Chávez, pero, clausurado el diálogo con Bush, tal vez surjan otros componedores: José Luis Rodríguez Zapatero, interesado en preservar los lazos culturales y económicos bajo el alero de la Unión Europea (UE), y Luiz Inacio Lula da Silva, dispuesto a sofocar las presiones externas para una apertura democrática inmediata en la isla. En la isla de la fantasía, abierta a todo tipo de especulaciones.

En ella, con usos y costumbres propios, no germinaron los opositores, sino los disidentes. Usualmente, los opositores intentan cambiar la ley dentro del sistema. En Cuba, los disidentes intentan cambiar el sistema fuera de la ley. De la ley de la revolución, de confección doméstica. Tan doméstica que ni el más obcecado defensor de su doctrina creyó que fuera un modelo político digno de ser adoptado en su país, ni el más obcecado fanático de la barba de Fidel sería capaz de renunciar a sus privilegios burgueses para vivir en ella. De lejos siempre se ve mejor.

Desde 1999, cuando asumió la presidencia, Chávez quiso perfilarse como el heredero de Fidel. No sólo en América latina, sino, también, en Cuba. En un país regido por el nacionalismo, desmarcado del yugo de la Unión Soviética tras su desintegración, ¿Venezuela tendería un manto protector ante el fantasma de una invasión norteamericana? El mismo discurso, aplicado en los Andes, llevó al presidente de Bolivia, Evo Morales, a suscribir acuerdos de defensa con el gobierno bolivariano que no agradaron para nada a su par de Chile, Michelle Bachelet.

En Cuba, en donde Fidel intervino durante casi cinco décadas hasta en la cantidad de agua necesaria para hervir los frijoles, su hermano Raúl moderó el discurso, y se apartó de la línea vertical de Partido Comunista, de modo de propiciar una transición incluyente. ¿Qué significa eso? Que incluya, precisamente, a los funcionarios del régimen actual. Si no, otra revolución hipotecaría el futuro.

En Raúl pocos confiaban; creían que, apartado o muerto Fidel, iba a derretirse como un terrón de azúcar en un vaso de agua por haber vivido a la sombra de él. Estuvieron juntos en prisión, se exiliaron juntos en México y, juntos, derrocaron a la dictadura despiadada y corrupta de Fulgencio Batista. Raúl, alias El Terrible, cumplía a la perfección con su papel de ejecutor de todos aquellos que su hermano señalaba como traidores. Entre ellos, los soldados del antiguo régimen.

Terminó siendo, sin embargo, una pieza clave de la transición. Hasta su avanzada edad, 75 años, cinco menos que Fidel, valió para fomentar la idea de un cambio generacional en la clase dirigente y, con él, la idea de un cambio del sistema. Valió también su visión de una economía descentralizada como paso siguiente de la transición, nutrida de un virtual incremento de las inversiones extranjeras (en especial, en hoteles) en virtud de la atracción que ejercerá Cuba, la nueva Cuba.

Raúl sostiene esa posición desde el colapso de la Unión Soviética, en 1991. Sugiere mirar a China. Otros, como el vicepresidente Carlos Lage, fijan la vista en Vietnam: modernizó la economía y redujo la pobreza, pero no perdió la guía del Partido Comunista. Frente a ello, Fidel no emitió un juicio definitivo.

Sin esperar el veredicto biológico, los Estados Unidos se apresuraron a redactar su hoja de ruta en Cuba: liberar los precios de la energía; entrenar desde fuerzas de seguridad hasta guardabosques; reparar carreteras y puentes; vacunar niños, y enjuiciar a funcionarios del régimen que no cooperen con la transición. ¿Irak, segunda parte? Sin guerra previa, en principio.

A Raúl lo auparon los Estados Unidos y Venezuela en una suerte de negociación a tres bandas que se manejó con más celo que la salud del líder pretérito. Su ausencia en el aniversario de la revolución, a diferencia de las reuniones que mantuvo en privado con algunos de los participantes de la XIV Cumbre del Movimiento de los Países No Alineados en septiembre, labró por sí misma el parte médico, considerado un secreto de Estado.

Poco creíble resultó ser el breve mensaje de felicitación a Chávez por su reelección, transmitido el 4 de diciembre por medio del Granma. Al margen de ello, ¿era importante que Fidel presidiera la parada militar? Era anecdótico. Su suerte estaba echada. Podía vivir mil años, pero ya nada iba a ser igual.

La mera presunción de su presencia, más allá de su notoria ausencia, procuró garantizar el orden, correlato conservador de toda revolución que se previene a sí misma de engendrar otra de signo opuesto. Cual tránsito de Castro a Pinochet.



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